Almoacid, llamado luz de Alcaria por la profunda sabiduría con que
el Altísimo le había distinguido, deseaba desde hacía
mucho tiempo recorrer la ciudad y hablar libremente a sus súbditos sobre
cuentos temas tuvieran a buen plantearle, pues la felicidad del reino estaba
en sus manos, y opinaba que si la hoguera de la palabra, terminaría
destruyendo a todos con sus llamas siempre insatisfechas.
Aquella mañana luminosa se dispuso a contemplarla desde el punto
más alto de la muralla, y le pareció como si fuera una prolongación
de sus brazos, que se extendieran hasta fundirse con los lejanos campos
en un abrazo de dulcísimo dolor y serena alegría.
Dio gracias al Altísimo por la paz que, por su intermedio, había
concedido a su pueblo, pero también sintió el mordisco del
fuego, pues su propio ser era un horno, en el que las llamas templaban
su violencia para que sobre ellas pudiera cocerse el pan de la felicidad.
Le llegaba el resonar lejano de una algarabía y, mirando hacia
abajo, vio que la gran plaza estaba llena de gente por ser día de
mercado; entonces, sintiendo la necesidad de compartir su soledad, se dirigió
a ella, sin séquito ni acompañamiento y vestido con una túnica
sencilla, pero al llegar fue reconocido, de forma que todos se apiñaban
en torno suyo como hojas atraídas por un remolino.
Les hizo una señal con las manos, y todos se sentaron.
José Elgarresta