Abrí un antiguo libro
y encontré entre sus páginas
algunos cabellos tuyos.
Los sostuve largos momentos
entre los arrabales de mis dedos.
Eran evidencias vivas que volvían
a latir en los pozos de mi memoria.
Recuerdos de un tiempo en tu cuerpo
que encontraba sin tu presencia.
Cerré los ojos con la urgencia del deseo.
Reprimí las llamadas de mis sentidos.
Aquel fuego nuestro que reavivaba
los rescoldos de llamas apagadas.
Hogueras que tú mantenías
con el cristal opaco de tu cuerpo.
Chispas latentes desprendían tus labios,
vaivenes infernales de tu boca sedienta.
Soñé.
Fui con urgencia colonizador
y bajé las montañas de tus pechos.
Fui caminante obstinado en la insistencia
tranquila por llegar al destino.
Me dejé caer sobre el océano
blanco de tu vientre,
jugando entre olas y mares
de tu continente.
Sintiendo en el terremoto de tu cuerpo
el consentimiento de mi andadura.
Llegue a la capital del deseo,
a la libertad más cercada:
a las profundidades sísmicas
que guardan el secreto de la entrega.
Allí apagué mi sed acumulada
que tú consentiste con un gemido.
Me abrazaban cadenas consentidas:
largas columnas de hierro maternal.
Tu gesto íntimo, tu sumisión desnuda.
Se volvieron mis manos despensas de calor
y devolví al tiempo pasado las cenizas.
Cerré el libro y gimió mi garganta.
Soy el pasajero del recuerdo triste
sentado con dolor en el furgón del olvido.
Pero me queda el sabor
y el salitre de tus poros,
el aire caliente de tu piel en llamas.
Te he vuelto a llamar desde
los andamios de la melancolía.
Reconstruí tu cuerpo paso a paso.
Junté el tiempo olvidado de nuestra labranza.
Jesús Hermida González