TERCERA DOLENCIA CRÓNICA
Durante años me tuve
por gilipollas —opinión compartida por algunos de mis conocidos—
porque prestaba, y por tanto perdía, los mejores libros de mi biblioteca.
Así al pronto recuerdo «El halcón maltés», «El perfume»
o «Las nieves del Kilimandjaro». Si me los devolvieran todos de pronto,
no sabía dónde ponerlos.
Más tarde, manuales
de astrología e incluso libros serios me revelaron que mi
destino era recibir y transmitir información. Mi padre pensó
siempre, o al menos decía, que habíamos venido al mundo para
cumplir una misión, lo cual no le impidió ser un bon vivant
en la medida, claro está, de sus posibilidades.
El hombre no suele ser lo
que él cree; el hombre está en sus actos. Quizá prestando
—y perdiendo— mis mejores libros yo estaba cumpliendo el antiguo mandato
de la sabiduría: «Que las acciones de cada uno le pertenezcan».
Sé de otra posible
razón, excesivamente vanidosa: en alguna parte de mi tenebroso mundo
interior algo me dice que, de ser necesario, yo podría reescribir
«El perfume», «Las nieves del Kilimandjaro» o «El halcón maltés».
Con este pensamiento me consuelo de esas pérdidas.
Por lo demás, eran
sólo libros. Papel, tinta de imprenta, polvo, aventuras y pensamientos
de otros, mientras la vida se escapaba entre los dedos. Tal vez la tontería,
bien pensado, haya sido pasarme la vida leyendo, y tendría que terminar
esta nota como la comencé.
Elías F. Gómez García