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DOMINÓ

No sé si puedo
o debo comprenderlo,
pero esos recuerdos que tus ojos
describen
sobre el estigma de una lágrima de cal,
quizás no sean el mayor y fiel reflejo
de una tarde a las orillas
de una imprecisa vitrina de malla.

Es más,
me atrevería a decir
que esta noche
has dormido sobre una jauría de pistones,
y alguno de ellos,
todavía desprendía el escuálido tintineo
de la caña mojada.

Puede ser que me meta donde no me llaman,
pero esta mañana quise desnucar
el precio de tus sábanas,
y antes de llegar a ellas,
el habitáculo me respondía que habías llorado por ella.
Es curioso que los cadáveres
de aquellos llantos,
gravasen un apresto de adioses sobre la almohada.

Amigo mío,
no puede dejar de resultarme tan curioso
como aquel instante
en el que me dibujaste con la cruz de tus cabellos
un «te quiero».
Estaba firmado con el sello inquietante
de sus manos.

No pretendo ruborizarte,
sin embargo,
considero que me compete recordar
que no es la primera vez
que lloras bajo el esparto de un cilindro
de caña.
Aunque lo peor no es que lo hagas,
sino que la condensación del lago
conozca la cresta de la gravedad
para doblar una boca
imantada con las iniciales de goma y oxígeno.
Quizás no lo sepas,
pero estas se desprenden
sobre el triángulo de tu propio reflejo.

Hermano,
necesitas respirar,
no confundirlo
con amueblar tus pulmones
con una celosía de neumáticos.

Es cierto,
tienes la «suerte» de haber nacido muy lejos
de la contaminación lumínica,
también de aquellas hileras de adoquines
sobre las que camisas
y el dominó.

Es por ello
por lo que comprendo mejor que nadie tu sufrimiento,
y por lo que ya no me sobresalto,
aunque sí me apeno,
cuando me remites todos estos orgasmos
cincelados en caballos suicidios.

Este juego no es trivial,
como tampoco lo es que respires
a través del fuego que desprenden las llantas
de todas estas caravanas
cosidas entre peñascos
acero.

Sin embargo,
y como te decía,
no sé si puedo o debo comprenderlo
pero, con todos mis respetos,
tú sabes mejor que nadie
que al regazo de tu mujer,
todos los listones de besos
se engarzan en el anillo
de la despedida.

No dudo,
y creo que tú tampoco,
sobre la verdad
de la dulce arista de sus ojos,
ni siquiera de todas
y cada una de sus promesas.
Son todas tan ciertas
como las heridas que discurren por la tibias de tus manos
con cada uno de sus recuerdos.

Ella no lo sabe,
y sus semillas de amor verdadero,
germinan en los tangos de tu costado
como sangrantes esculturas
de escarcha e hinchazón.

Ella no lo sabe,
pero sin quererlo,
colecciones misivas con otros perfiles mujer.

¿La quieres?

Por favor,
voltea el látigo de tus muñecas
y recuerda el contraluz
de aquella argolla de sotanas
que ensombreció con tu sangre
lo que nunca hiciste por ti:

un dominó...

David Fernández Rivera


David Fernández Rivera

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