GALLO MANSO DE PELEA
La niña de los ojos grandes
apresa, en sus manitas, imposibles.
Deja caer, de los labios hasta el pecho,
algo así como el comienzo de una risa,
risa que recoge con sus manos hechas cuenco
y la esparce como polvo en unas alas.
Le caben besos en la cara,
le brincan sueños por el pelo,
le danzan versos que no ha escrito todavía.
Sabe poner las manos como conchas
y así, le llueven en sus huecos los milagros.
Transforma al gallo-toro en gallo manso,
le besa en la cresta y el plumaje,
le acaricia con sus dedos la garganta.
Caben misterios en sus manos. Y arlequines,
y ese gallito enano negro-iris,
también cabe. Peleón, su Quico, su tesoro.
Vino a embestir y la niña le besaba.
Y le besa como besa luego al gato.
Ese gallito que ella achucha
venía a la greña. Y en la batalla
ha ganado la ternura.
Le centellean los ojos al entrañable y bravo diminuto
y ella le ríe la gracia y lo transmuta en juego.
Esas manos olor de albaricoque
vencieron al gallito negro, puro nervio,
gallito de pelea besuqueado.
Y el gallo no la pica, la tolera,
la soporta y se deja ¡qué remedio!,
aunque al bribón se le note que le encanta.
Llegó en su condición de gallo fiero
y se fue como osito de peluche.
¡Ay, esas manos pequeñitas! Esas manos.
Ángeles Fernangómez