A LA HORA DE LA SIESTA
A la hora de la siesta
un toro que escapó del matadero
entró a la casa de puertas abiertas.
Sus patas resbalaron en las baldosas del zaguán
antes de quen en los corredores iluminados de geranios
se oyera su jadeo desconocido,
el estruendo de su cuerpo inocente.
Por las habitaciones frescas de sombra
erró con una furia ebria,
desvastando un universo de cosas minúsculas,
de flores de papel y pocillos y sillas vacías,
hasta llegar a ese cuarto final
al que el silencio temeroso había huido.
La niña, en su precario escondite,
sabía que era un sueño.
En la quietud del tiempo detenido
podía escuchar el latir atolodrado de su pecho,
su retumbar acompasado
como de pasos de bestia en la penumbra.
Piedad Bonnett