ELEGÍA A UN SOLDADO VIVO
Hierro de amargo filo en dócil vaina,
y el sol en la polaina.
Caballo casquiduro,
trotón americano,
salada espuma y freno bien seguro.
Cuero y sudor, la mano.
Así pasas, redondo,
encendiendo la calle,
preso en guerrera de ardoroso talle.
Así al pasar me miras
con ojo elemental en cuyo fondo
una terrible compasión descuaja
cielos de punta en tempestad de iras
sobre mi pecho a la intemperie y hondo.
Así pasas, sonriendo,
áureo resplandeciendo,
momia ya en la mortaja:
tú, cuya mano rápida me ultraja
si a algún insulto de tu voz respondo;
tú, soldado, soldado,
en tu machete en cruz, crucificado.
Cuatro paredes altas
que ni tumbas ni saltas;
muda lengua, bien muda,
ya podrida, en la boca.
Vena sin sangre, corazón sin duda,
plomo, madera, roca.
Tan lejos en tu potro te perdiste,
que hoy no hallas, hombre triste,
solo en ti, sin ti mismo,
voz que ciegue tu abismo,
corriendo como vas a campo abierto,
sino el mazazo que tus toros castra,
y que aunque estalle el porvenir despierto
hacia ese abismo próximo te arrastra:
a ti, pobre soldado,
en tu machete en cruz crucificado.
Labio de vidrio, seco.
Cabeza de muñeco.
Caña, plátanos, hulla,
saliva de vinagre, espalda roja
donde el látigo aúlla,
marca, hiere, se moja.
Bien te recuerdo, hermano,
limpio, sereno, sano.
Cetrino campesino
de escuetas esperanzas verticales;
mi familiar montuno,
seco y huraño, a tu manera fino;
dios del agro vacuno
donde con almas verdes, musicales,
la sal de tus ensueños dividías:
el cielo, el pan, el techo,
la tierra de tu pecho,
el agua, siempre mansa, de tus días.
Te faltó quien viniera,
soldado, y al oído te dijera:
«Eres esclavo, esclavo
como esos bueyes gordos,
ciegos, tranquilos, sordos,
que pastan bajo el sol meneando el rabo.
Esta paz es culpable.
¡Cuándo será que hable
tu boca, y que tu rudo pecho grite,
se rebele y agite!
Tú, paria en Cuba, solo y miserable,
puedes rugir con voz del Continente:
la sangre que te lleva en su corriente
es la misma en Bolivia, en Guatemala,
en Brasil, en Haití... Tierras oscuras,
tierras de alambre para vuelo y ala,
quemadas por iguales calenturas,
secas a golpes de puñal y bala,
y en las que garras duras
están con pico y pala
día y noche cavando sepulturas.
Y tú, cuerpidesnudo,
mohoso, pétreo, mudo,
ofreciendo tu cuello,
tus uñas, tu resuello,
para encender sortijas,
empujar automóviles,
y sucio ver el vientre de tus hijas,
con las manos inmóviles.»
Sí... Faltó quien viniera,
y estas simples verdades te dijera.
Ahora pasas, redondo.
La alegría en el fondo
de ti mismo, y encendiendo la calle
esa guerrera de ardoroso talle.
¿Será posible que tu mano agraria,
la que empujó el arado
sobre la tierra paria;
tu mano campesina, hoy de soldado,
que no robó al ganado
la sombra de su selva solitaria,
ora quitarme quiera
mi pan de cada día,
para hacer aún más gorda la chequera
del amo fiero que en tu máuser fía?
¡Di que no, di que no! Di, compañero,
que tu hermano es primero:
que vienes de la tierra, eres de tierra
y a la tierra darás tu amor postrero;
que no irás a la guerra
a morir por petróleo o por asfalto,
mientras tu impar caldero
de primordial maíz bosteza falto;
y que ese brazo rudo
sólo es del perseguido
a quien nadie recuerda cuando cae,
y a quien el sol desnudo
la tibia sangre en el sudor extrae,
como a golpes de un látigo encendido.
¡Di que sí, di que sí! ¡Di, compañero,
que tu hermano es primero!
¡Ah querido, querido!
No tú soldado muerto,
soldado tú, dormido.
Ven y grita en mis calles, tú, despierto,
tú, con lengua, con dientes, con oído
de húmeda piel cubierto
el ancho cuello henchido,
y el zapato aplastando el triunfo cierto;
que así ha de ver el mundo suspendido
nuestro futuro abierto,
fragua la una mitad y la otra nido,
y sobre el lomo del pasado yerto
el incendio implacable del olvido,
como una luna roja en el desierto.
Nicolás Guillén