ELEGÍA A JESÚS MENÉNDEZ
V
Vuelve a buscar a aquél que lo ha herido,
y al punto que miró, le conocía
Ercilla
Los grandes muertos son inmortales: no mueren nunca. Parece que se marchan; parece que se los llevan, que se pudren, que se deshacen.
Pensamos que la última tierra que les llena la boca va a enmudecerlos para siempre. Pero la lengua se les hincha, les crece; la
lengua se les abre como una semilla bárbara y expulsa un árbol gigantesco, un árbol duro, cargado de plumas y de
nidos. ¿Quién vio caer a Jesús? Nadie lo viera, ni aun su asesino. Quedó en pie, rodeado de cañas
insurrectas, de cañas coléricas. Y ahora grita, resuena, no se detiene. Marcha por un camino sin término, hecho de tiempo
sutil, polvoriento de instantes menudos, como una arena fina. No esperes a que Jesús te bendiga y te oiga cada año, luego
de la romería y el sermón y la salve y el incienso, porque él no espera tanto tiempo para hablarte. Te habla
siempre, como un dios cotidiano, a quien puedes tocar la piel húmeda temblorosa de latidos, de pequeñas mariposas de
fuego aleteándole en las venas; te habla siempre como un amigo puro que no desaparece. El desaparecido es el otro. El vivo es el
muerto, cuya persistencia mineral es apenas una caída anticipada, un adelanto lúgubre. El vivo es el muerto. Rojo de
sangre ajena, habla sin voz y nadie le atiende ni le oye. El vivo es el muerto. Anda de noche en noche y amenaza en el aire con un puño
de agua podrida. El vivo es el muerto. Con un puño de limo y cloaca, que hiede como el estómago de una hiena. El vivo es el
muerto. ¡Ah, no sabéis cuántos recuerdos de metal le martillean a modo de pequeños martillos y le clavan largos clavos en las sienes!
Caña Manzanillo ejército
bala yanqui azúcar
crimen Manzanillo huelga
ingenio partido cárcel
dólar Manzanillo viuda
entierro hijos padres
venganza Manzanillo zafra.
Un torbellino de voces que lo rodean y golpean, o que de repente se quedan fijas, pegadas al vidrio celeste. Voces de macheteros y
campesinos y cortadores y ferroviarios. Ásperas voces también de soldados que aprietan un fusil en las manos y un sollozo en la garganta.
Yo bien conozco a un soldado,
compañero de Jesús,
que al pie de Jesús lloraba
y los ojos se secaba
con un pañolón azul.
Después este son cantaba:
Pasó una paloma herida,
volando cerca de mí;
roja le brillaba un ala,
que yo la vi,
Ay, mi amigo,
he andado siempre contigo:
tú ya sabes quién tiró,
Jesús, que no he sido yo.
En tu pulmón enterrado
alguien un plomo dejó,
pero no fue este soldado,
pero no fue este soldado,
Jesús,
¡por Jesús que no fui yo!
Pasó una paloma herida,
volando cerca de mí;
rojo le brillaba el pico,
que yo la vi.
Nunca quiera
contar si en mi cartuchera
todas las balas están:
nunca quiera, capitán.
Pues faltarán de seguro
(de seguro faltarán)
las balas que a un pecho puro,
las balas que a un pecho puro,
mi flor,
por odio a clavarse van.
Pasó una paloma herida,
volando cerca de mí,
rojo le brillaba el cuello,
que yo la vi.
¡Ay, qué triste
saber que el verdugo existe!
Pero es más triste saber
que mata para comer.
Pues que tendrá la comida
(todo puede suceder)
un gusto a sangre caída,
un gusto a sangre caída,
caramba,
y a lágrima de mujer.
Pasó una paloma herida,
volando cerca de mí;
rojo le brillaba el pecho,
que yo la vi.
Un sinsonte
perdido murió en el monte,
y vi una vez naufragar
un barco en medio del mar.
Por el sinsonte perdido
ay, otro vino a cantar
y en vez de aquel barco hundido,
y en vez de aquel barco hundido,
mi bien,
otro salió a navegar.
Pasó una paloma herida,
volando cerca de mí,
iba volando, volando,
volando, que yo la vi.
Nicolás Guillén