HIMNO DE LOS BOSQUES
I
En este sosegado apartamiento,
lejos de cortesanas ambiciones,
libre curso dejando al pensamiento
quiero escuchar suspiros y canciones,
¡El himno de los bosques! Lo acompaña
con su apacible susurrar el viento,
el coro de las aves con su acento,
con su rumor eterno la montaña.
El torrente caudal se precipita
a la honda sima, con furor azota
las piedras de su lecho, y la infinita
estrofa ardiente de los antros brota.
¡Del gigante salterio en cada nota
el salmo inmenso del amor palpita!
II
Huyendo por la selva presurosos
se pierden de la noche los rumores;
los mochuelos ocúltanse medrosos
en las ruinas, y exhalan los alcores
sus primeros alientos deleitosos.
Abandona mis párpados el sueño,
la llanura despierta alborozada:
con su semblante pálido y risueño
la vino a despertar la madrugada.
Del oriente los blancos resplandores
a aparecer comienzan; la cañada
suspira vagamente, el sauce llora
cabe la fresca orilla del riachuelo,
y la alondra gentil levanta al cielo
un preludio del himno de la aurora.
La bandada de pájaros canora
sus trinos une al murmurar del río;
gime el follaje temblador, colora
la luz el monte, las campiñas dora,
y a lo lejos blanquea el caserío.
Y va creciendo el resplandor y crece
el concierto a la vez. Ya los rumores
y los rayos de luz hinchan el viento,
hacen temblar el éter, y parece
que en explosión de notas y colores
va a inundar a la tierra el firmamento.
III
Allá, tras las montañas orientales,
surge de pronto el sol como una roja
llamarada de incendios colosales,
y sobre los abruptos peñascales
ríos de lava incandescente arroja.
Entonces, de los flancos de la sierra
bañada en luz, del robledal oscuro,
del espantoso acantilado muro
que el paso estrecho a la hondonada cierra;
de los profundos valles, de los lagos
azules y lejanos que se mecen
blandamente del aura a los halagos,
y de los matorrales que estremecen
los vientos; de las flores, de los nidos,
de todo lo que tiembla o lo que canta,
una voz poderosa se levanta
de arpegios y sollozos y gemidos.
Mugen los bueyes que a los pastos llevan
silbando los vaqueros, mansamente
y perezosos van, y los abrevan
en el remanso de la azul corriente.
Y mientras de las cabras el ganado
remonta, despuntando los gramales,
torpes en el andar, los recentales
se quejan blanda y amorosamente
con un tierno balido entrecortado.
Abajo, entre la malla de raíces
que el tronco de las ceibas ha formado,
grita el papán y se oye en el sembrado
cuchichiar a las tímidas perdices.
Mezcla aquí sus ruidos y sus sones
todo lo que voz tiene: la corteza
que hincha la savia ya, crepitaciones,
su rumor misterioso la maleza
y el clarín de la selva sus canciones.
Y a lo lejos, muy lejos, cuando el viento,
que los maizales apacible orea,
sopla del septentrión, se oye el acento
y algazara que, locas de contento,
forman las campanitas de la aldea...
¡Es que también se alegra y alboroza
el viejo campanario! La mañana
con húmedas caricias lo remoza;
sostiene con amor la cruz cristiana
sobre su humilde cúpula; su velo,
para cubrirlo, tienden las neblinas,
como cendales que le presta el cielo
y en torno de la cruz las golondrinas
cantan, girando en caprichoso vuelo.
IV
Oigo pasar, bajo las frescas chacas,
que del sol templan los ardientes rayos,
en bandadas, los verdes guacamayos,
dispersas y en desorden las urracas.
Va creciendo el calor. Comienza el viento
las alas a plegar. Entre las frondas,
lanzando triste y gemidor acento,
la solitaria tórtola aletea.
Suspenden los sauces su lamento,
calla la voz de las cañadas hondas
y un vago y postrer hálito menea,
rozando apenas, las espigas blondas.
Entonces otros múltiples rumores
como un enjambre llegan a mi oído:
el chupamirto vibra entre las flores,
sobre el gélido estanque adormecido
zumba el escarabajo de colores,
en tanto la libélula, que rasa
la clara superficie de las ondas,
desflora los cristales tembladores
con sus alas finísimas de gasa.
El limpio manantial gorgoritea
bajo el peñasco gris que le sombrea,
corre sobre las guijas murmurando,
lame las piedras, los juncales baña
y en el lago se hunde; la espadaña
se estremece a la orilla susurrando
y la garza morena se pasea,
al son del agua cariñoso y blando.
V
Ya sus calientes hálitos la siesta
echa sobre los campos. Agostada
se duerme la amapola en la floresta
y, muerta, la campánula morada
se desarraiga de la roca enhiesta;
pero en la honda selva estremecida
no deja aún de palpitar la vida:
toda rítmica voz la manifiesta.
No ha callado una nota ni un ruido:
en el espacio rojo y encendido
se oye a los cuervos crascitar, veloces
la atmósfera cruzando, y la montaña
devuelve el eco de sus roncas voces.
Las palomas zurean en el nido;
entre las hojas de la verde caña
se escucha el agudísimo zumbido
del insecto apresado por la araña;
las ramas secas quiébranse al ligero
salto de las ardillas, su chasquido
a unirse va con el golpeo bronco
del pintado y nervioso carpintero,
que está en el árbol taladrando el tronco;
y las ondas armónicas desgarra,
con desacorde son, el chirriante
metálico estridor de la cigarra.
Corre por la hojarasca crepitante
la lagartija gris; zumba la mosca
luciendo al aire el tornasol brillante
y, agitando su crótalo sonante,
bajo el breñal la víbora se enrosca.
El intenso calor ha resecado
la savia de los árboles; cayendo
algunas hojas van y, al abrasado
aliento de la tierra evaporado,
se revienta la crústula crujiendo.
En tanto yo, cabe la margen pura,
del bosque por los sones arrullado,
cedo al sueño embriagante que me enerva
y hallo reposo y plácida frescura
sobre la alfombra de tupida hierba.
VI
Trepando audaz por la empinada cuesta
y rompiendo los ásperos ramajes,
llego hasta el dorso de la abrupta cresta
donde forman un himno, a toda orquesta,
los gritos de los pájaros salvajes.
Con los temblores del pinar sombrío
mezcla su canto el viento, la hondonada
su salmodia, su alegre carcajada
las cataratas del lejano río.
Brota la fuente en escondida gruta
con plácido rumor y, acompasada,
por la trémula brisa acariciada,
la selva agita su melena hirsuta.
Ésta es la calma de los bosques: mueve
blandamente la tarde silenciosa
la azul y blanca y ondulante y leve
gasa que encubre su mirar de diosa.
Mas ya Aquilón sus furias apareja
y su pulmón la tempestad inflama.
Ronco alarido y angustiosa queja
por sus gargantas de granito deja
la montaña escapar; maldice, clama,
el bosque ruge y el torrente brama
y, de las altas cimas despeñado,
por el espasmo trágico rompido,
rueda el vertiginoso acantilado
donde han hecho las águilas el nido
y su salvaje amor depositado;
al mirarle por tierra destruido,
expresión de su cólera sombría,
aterrador y lúgubre graznido
unen a la tremenda sinfonía.
Bajo hasta la llanura. Hinchado el río
arrastra, en pos, peñascos y troncones
que con las ondas encrespadas luchan.
En las entrañas del abismo frío
que parecen hervir, palpitaciones
de una monstruosa víscera se escuchan.
Retorcidas raíces, al empuje
feroz, rompen su cárcel de terrones.
Se desgaja el espléndido follaje
del viejo tronco que al rajarse cruje;
el huracán golpea los peñones,
su última racha entre las grietas zumba
y es su postrer rugido de coraje
el trueno que, alejándose, retumba
sobre el desierto y lóbrego paisaje...
VII
Augusta ya la noche se avecina,
envuelta en sombras. El fragor lejano
del viento aún estremece la colina
y las espigas del trigal inclina,
que han dispersado por la tierra el grano.
Siento bajo mis pies trepidaciones
del peñascal; entre su quiebra oscura,
revuelto el manantial, ya no murmura,
salta, garrulador, a borbotones.
Son las últimas notas del concierto
de un día tropical. En el abierto
espacio del poniente, un rayo de oro
vacila y tiembla. El valle está desierto
y se envuelve en cendales amarillos
que van palideciendo. Ya el sonoro
acento de la noche se levanta.
Ya empiezan melancólicos los grillos
a preludiar en el solemne coro...
¡Ya es otra voz inmensa la que canta!
Es el supremo instante. Los ruidos
y las quejas, los cantos y rumores
escapados del fondo de los nidos,
de las fuentes, los árboles, las flores;
el sonrosado idilio de la aurora,
de estrofas cremesinas que el sol dora,
la égloga de la verde pastoría,
la oda de oro que al mediar el día
de púrpura esplendente se colora,
de la tarde la pálida elegía
y la balada azul, la precursora
de la noche tristísima y sombría...
Todo ese inmenso y continuado arpegio,
estrofas de una lira soberana
y versos de un divino florilegio,
cual bandada de pájaros canora,
acude a guarecerse en la campana
de la rústica iglesia que, lejana,
se ve, sobre las lomas, descollando.
Y en el instante místico en que al cielo
el Angelus se eleva, condensando
todas las armonías de la tierra,
el himno de los bosques alza el vuelo
sobre lago, colinas, valle y sierra;
y al par de la expresión que en su agonía
la tarde eleva a la divina altura,
del universo el corazón murmura
esta inmensa oración: ¡Salve, María!
Manuel José Othón