LA NOVIA IMPOSIBLE
El comandante G. me refirió aquella noche un cuento extraño.
Representaba el comandante un simpático tipo de soldado: ojos bruscamente vivaces, fuertes cejas de amplitud leonina, nariz aguileña de experto consumidor de pólvora, bigote autoritario y ancho resuello. Su palabra sonaba alto, y al hablar, escribía en el aire las frases, con ademán vertical, como hacheando. Tenía la rara discreción de no referir su foja; no dispersaba los datos de su futura biografía. Sin embargo, contaba anécdotas, y sabía darles un interés tan singular, que quien habíale escuchado ima, le oía cien sin aburrirse. Forma parte de su colección la siguiente, que no merece el olvido, a mi entender; razón por la cual me decido a escribirla.
En una de las ciudades donde le tocó estar de guarnición, cuando era capitán, trabó amistad el comandante con un joven de su misma edad, rico y soltero. Espíritu paradógico, en pugna con un carácter irresoluto que al más mínimo contraste se acongojaba hasta la desesperación, aquel amigo fue para nuestro militar una especié de hermano menor, desilusado y enfermo. Su fuerza le acogió con paternal apego, su cariño desbordó generosidades para él. Le oyó con simpatía, lo cual equivale a consolar, y en vez de aconsejarle, le distrajo.
Temía por él y con razón, pues veíale enfermo. No de mal físico, sino de enfermedad moral. Agotábase en una de esas tenaces melancolías, pobladas de deseos insaciables, que angustian el espíritu con fatales inminencias, con presagios punzantes; y en sus malas noches, cuando sentía la absorción de la soledad, que para el alma tranquila es refrigerio, había llegado a «oír» sus pensamientos, a manera de una lluvia serena y sombría, que, amplificándose, acababa por convertirse en el informe rumor de la noche aglomerada en torno. Semejantes crisis preocupaban al militar. Era, sin duda, urgente interesar aquella alma, pues los caracteres del suicida por «cansancio» se definían.
Tal reflexionaba el comandante una noche que discurrían juntos entre los árboles de la quinta solariega. Una paz inmensa caía de los astros. La serenidad nocturna se llenaba de aromas.
El comandante preguntó de pronto:
—Díme, ¿por qué no te enamoras?
Su compañero tuvo un estremecimiento.
—¿Enamorarme?— dijo; —nunca he comprendido bien el significado de semejante palabra. La mujer ha sido uno de mis caprichos, el más costoso y amargo. Padezco por culpa suya; mi tristeza es femenina. Lo que primero empezó a cansarme fue el amor. Las he dado mi existencia sin tasa; he exprimido el jugo de todas mis flores —no un jardín, una selva—, para formar una pildora de hastío. Cuando estuvo hecha, la tragué, y ahora sufro las consecuencias. Alguna vez he soñado con el amor; he pensado que la comunidad afectiva podría ser algo más que un sueño, y para decírtelo de una vez, he querido amar y... no he podido.
El comandante intentó replicar.
—No, déjame concluir. Tanto peor para ti si te disgusto, pero la culpa es tuya. Yo no puedo querer; es problema resuelto. Estoy condenado al aniquilamiento, pues el único amor posible para mí, sería el amor imposible. Desde niño soñaba con quimeras. Tenía un amigo fantástico, un chico semejante a mí, creado por mí; conversaba con él, nos referíamos nuestros percances, nos disgustábamos a veces. Para objetivar aquella fantasía, figurábaip.e que mi mano izquierda era la suya, y así experimentaba el placer de estrechársela, ün día que me herí en aquella mano, no sentí dolor, pues el herido era el otro. En ocasiones le enfermaba para darme el placer de sufrir por él. Quedábase en casa y yo iba a la escuela. Cuatro horas de padecimiento mortal. «Le encontrara en la puerta» —me decía al volver; y cuando llegaba, resolvía encontrarle en mi cuarto, después en el patio, después sentado junto al último árbol de la quinta, para prolongar en lo posible mi sensación de fraternidad dolorosa. Las primeras turbaciones de la pubertad lo trastornaron todo. Volvíme cruel con mi amigo, le atormentaba. Un día le hice morir, y desde entonces vivo en la soledad. He visto desaparecer a mis padres, a mis hermanos, sin pena, indiferente, como si se hubiera tratado de seres extraños. Tú, solamente, has conseguido interesarme. Cuando pude querer, las mujeres me devoraron el alma...
—¿Y el ideal?
—No creo en eso.
—¿Y el deber?
—No lo conozco.
—¿Y la belleza?
—La belleza es mujer.
—Entonces, eres pesimista.
—No, porque no soy curioso; solo soy triste.
Dos estrellas muy brillantes miraban desde la inmensidad. Los amigos continuaron paseándose en silencio durante un rato. Al cabo de este tiempo, el militar reanudó el diálogo:
—¡Pero la vida es imposible así!
—No te entristezcas; esa frase vulgar con que tu espíritu se desahoga, me revela un temor.
La idea del suicidio ha germinado más de una vez en mi cabeza, pero me he sentido cobarde. Yo sólo sería capaz de morir por alguien: por ti, por la mujer a quien amara... El peligro está para mí en el amor. El amor no es más que un bello prólogo de la muerte.
Callaron de nuevo, y a los pocos minutos separáronse meditabundos.
Algunos días después, el comandante debió salir de la ciudad, por asuntos del servicio.
Pasaron dos años. Durante el primero, la correspondencia se mantuvo. Después, el joven ya no contestó, y hubo en aquella amistad un crepúsculo de silencio.
El comandante regresó a los tres años.
Preguntó por su amigo, y supo que su retraimiento aumentaba, que sus ideas eran más extravagantes y que su misantropía degeneraba en ferocidad. Apenas tuvo alojada su tropa, corrió a verle. La casa conservaba aquel aspecto de vetustez conventual que tanto le agradaba. Salitrosas manchas carcomían el revoque de la fachada. La quinta echaba por sobre los muros, su tórrida exuberancia de bosque. Encontró al amigo en cama, tan sumamente arruinado, que daba pena. Los cabellos, descoloridos, parecían chorrearle por las mejillas. Un continuo tiritamiento le agitaba. Tenía el cutis lívido, como el vientre de un pescado muerto, la yemas de los dedos arrugadas, las uñas blanduzcas. Al abrazarle, sintióle frió y percibió un olor de musgo en su carne. Dos ojeras inmensas mitigaban el brillo de sus ojos, absurdamente luminosos en aquella faz de cadáver.
Hablaron.
—Estás enfermo.
—No, un poco débil y nada más. Sé que estoy muy cambiado; pero no importa; he mandado quitar todos los espejos.
Era un mal principio de conversación. El comandante giró sobre su frase.
—Fuiste un ingrato; has pasado dos años sin escribirme. ¿Qué ha sido de ti durante todo este tiempo?
El enfermo se incorporó.
—He hecho mal, es cierto; pero cuando sepas la causa, tú, como hombre de mundo, me disculparás. Eres mi único amigo, y debes saberlo. Vas a asombrarte como un chiquillo: ¡tengo una querida!
—¡Una querida!
—Una querida.
—¿Aquí?
—Aquí mismo.
Para disimular su estupefacción, el militar echó una mirada por el aposento. Los muebles polvorosos, los papeles en desorden, no revelaban ciertamente la mano de una mujer.
—En todo caso, no es muy hacendosa tu querida— dijo con tono jovial, decidido a bromear sobre aquel asunto, en el que presentía algo muy serio.
—Ella no entra nunca aquí— replicó el enfermo con voz grave.
—¿Y la amas... completamente?
—No bromees; la amo de veras.
—Si consideras solemne la situación...
—Sí, cuenta.
—Fue unas semanas después de nuestra separación, una noche, entre los árboles de la quinta. Tus palabras sobre el amor me habían causado mucho daño. Sentía una inmensa necesidad de amar. La primavera palpitaba en torno mío como una tentación. La sombra estaba salpicada de luciérnagas, la quinta parecía una iglesia, y bajo aquella extraña decoración, vi de pronto, en el estanque, la divina blancura de su cuerpo. Desde ese instante nos amamos, ora en las castidades de la contemplación, ora en los arrebatos de la dicha. Nuestro delirio duró veintinueve noches. El corto mes, de la felicidad absoluta.
El comandante consideraba al enfermo, sin atreverse a contrariarle, temiendo provocar alguna crisis si contenía su exaltación. «Está loco», se decía. El delirio le consume y avanza a pasos «agigantados hacia el fin». Al cabo de un momento:
—¿Conque en el estanque?— preguntó por decir algo,
—En el estanque. Cuando caía la tarde iba a esperarla allí, sumergido en el agua quieta.
—¿Se trata, entonces de una sirena?
—No, de una diosa. Pero escucha: tú no sabes qué deliciosa voluptuosidad se experimenta en aquella frescura. La suavidad de las hierbas acuáticas se pega a los miembros; hay como una caricia ansiada y larga en esos contactos. La sensación del agua se afina y multiplica. Primero es la muelle densidad del terciopelo, luego la morbidez ligera del raso, el aéreo cosquilleo de la gasa, el suspirante beso del tul. Después, ya no se siente el agua. La transparencia inmóvil se llena de vértigos. El vacío se apodera de uno, lo sumerge, lo dispersa en su deliciosa nada. Sé perfectamente que con eso me estoy matando. Pero es por ella. He sentido el amor, tal como yo lo creía, implacable y terrible. Por espacio de varias noches desciende ella a mis brazos, hasta el alba. ¡Tres años de dicha así, valen toda mi vida despilfarrada!
Su voz delirante se cortó, suspirando como la de un adolescente en el exceso de su primer amor.
—No te exaltes así; va a hacerte daño.
—No, no, óyeme todavía. En los primeros días está delgada y pequeña; parece una niña. A medida que el tiempo transcurre, aumenta su hermosura. Diríase que mi amor la vivifica, que mi sacrificio la embellece. Nuestras noches de abandono son dignas de los serafines. Los viejos árboles palpitan con nosotros; el firmamento se llena de luz para sonreimos. Pero semejantes transportes, semejantes delicias nos aniquilan, nos anonadan; ella vuelve otra vez a su infancia delgada y pequeña; yo paso por todos los hielos de la decrepitud. Luego, mi amada y yo desaparecemos. Vamos a restaurar el vigor perdido en los celestiales excesos, para recomenzar el sacrificio, para tener más vida que damos, para cultivar en las impaciencias de la espera, nueva voluptuosidad y nuevos deleites.
El dolor se mezcla con frecuencia a mi goce, en aquellas horas del estanque, complicando los delirios con una asfixiante y extraña angustia. A eso de la media noche, un frío desgarrador me punza las espaldas; la médula de mis huesos se congela; agudos calambres retuercen mis coyunturas; toda aquella agua me pesa en el hueco del estómago como un bloque de mármol. Las puntadas se generalizan; es como si estuviera acostado sobre vidrio molido. Siento una ansia espantosa de huir, de revolearme en el polvo tibio de los canteros, de respirar el aire nocturno con todos los poros de mi cuerpo. Y al contenerme, al afirmarme en mi rigidez, mordiéndome la lengua hasta ensangrentarla para evitar el castañeteo de los dientes, pues ella está entonces dormida sobre mi pecho, experimento una beatitud inefable, saboreo las involuntarias lágrimas de mi desfallecimiento, deseando sufrir más todavía, aproximarme más a la muerte, para amarla más, en proporción de mi tormento...
...Divinamente silenciosa descenderá esta noche al estanque. El cristal líquido, palpitante con los latidos de mi pecho, dispersará en abismantes ondulaciones el oro pálido de sus cabellos. Su desnudez impregnará de blancura el delicado moaré de las aguas. Veré cómo se reclina mansamente sobre mi corazón, cómo me inunda con su belleza; la beberé en insaciables besos, y envuelto en la húmeda sábana que cobija nuestro amor, esta noche, amigo mío, dentro de una hora más, angelicalmente, ¡dormiré con la Luna!
Leopoldo Lugones