LOS FUEGOS ARTIFICIALES
En las tinieblas que forman como un atrio
A esplendores futuros, goza la muchedumbre
Las últimas horas de su día patrio;
Esperando que el cohete de costumbre
Con su tangente flecha
De iniciación, alumbre
El anual homenaje de la Fecha.
Bajo el rumor confuso
De la germinante batahola,
Se desgañita pisado en la cola,
Con ayes de mujer un can intruso.
A dos comadres con el Jesús en la boca,
Una bicicleta pifia graznidos de oca;
Y en gambetas chabacanas
Precipita su fulminante polea
Por la plaza que hormiguea
De multitud, como un cubo de ranas.
Sonando por las esquinas,
Organillos de triste catadura.
Sugieren el pesar de una fractura,
De estalactitas cristalinas.
Y en la luna de Otoño que se hunde con sus penas,
Tras un pavor de lejanía atlántica,
Desfallece una romántica
Palidez de Marías Magdalenas.
Entre mágicos bastidores
Que cobija un obscuro sosiego,
Se indefine sin rumores
La aún estéril selva de fuego,
Cuya sombra cual mágico talego
Se abrirá en millonarios tesoros de colores
Primero, despertando arrobos
De paganismo atávico, en cursivas alertas.
Es la pura majestad de los globos
Sobre la O vocativa de las bocas abiertas
Y tras un sobresalto de cañonazo
Que corta charlas y alientos,
La bomba sube con tremendo desembarazo
A horadar firmamentos.
Evocando pirotécnicas Gomorras,
Ráfagas de silbidos sancionan la proeza.
Abandonan más de una cabeza
La cordura y las gorras.
El ímpetu bellaco
Encanalla acritudes de tabaco;
Y casi musical como un solfeo,
Chillan aspavientos de jóvenes criadas,
Dichosamente frotadas
Por aquel enorme escarceo.
Con su reproche más acre,
Una vieja
Se queja
Desde el fondo de su fiacre;
Cuando a mitad del estéril soponcio,
Surge una culebra de múltiples dardos.
Crepitada en ascuas de estroncio
Sobre tres catástrofes de petardos.
Y el delirio de fuego y oro
Estalla en química hoguera.
Cuya cimera
Exaltada a meteoro,
Es ya desaforada bandera
Que agita un bello comodoro,
Chispeando un rubí por cada poro
Y con un lampo azul por charretera.
Coloreados humos de combates navales,
Evocando la patria guerrera
Y los «oíd, mortales».
Con plenitud silenciosa
El cielo obscuro germina centellas;
Y entre racimos de estrellas
Se encanta una noche rosa.
Y aquellas pálidas luces,
En divergente ramaje de cedro,
Van a incendiar los sordos arcabuces
De un magnífico dodecaedro.
El artificio se entiende
En una transformación de duende,
Que hecho luz bermeja
Baila su fandango.
Mientras con juego malabar, maneja
Diez cuchillos por el mango,
Hasta que en tromba
De esplendor admirable,
Le revienta en el vientre una bomba,
Y colgado de un cable,
Queda meciéndose como un crustáceo
Violáceo...
La noche sobre el mundo nuevamente se abate
Con sus cálidas sombras y su olor de combate;
Y el esquife de humo que entre dos astros surte,
Va a encallar en la luna como en lejano lurte
Que al ras de las aguas tiembla,
Con un polar reflejo de Oreada o Nueva Zembla.
Cuando con su ascua más brava,
Una tripa de pólvora que está escupiendo lava,
Sobre el bastidor pueril y magro,
Revienta, en maravilla imprevista,
Un inmenso girasol de milagro
Deshaciéndose en polen de amatista;
Y con su doble brillo,
Aquel meteoro impresionista
De lila sobre amarillo,
Deflagra nuevamente caudales de conquista.
Al despedirlo el eje,
Su estela es reguero de escudos
Que proyecta en los cielos mudos
El perfil anormal de un templo hereje.
Y con las lluvias luminosas
De su ascensión sonora y garifa.
Sugiere fantasías de califa
Estalladas en piedras preciosas.
Tras los cipreses
Correctos como alfiles,
En seráficos añiles
La girándula exalta gárrulos intereses.
Su centro que es un cohete redondo,
Entre el volcán de fuego charro,
Deflagra como un cigarro
Pavesas de fuego blondo.
Y esa gloria
Giratoria,
Derrochada en vivos cromos,
Parece una noria
Que gárrulos gnomos,
Fuesen vertiendo en inmensas dosis
De apoteosis.
Y de pronto,
En torbellino de áurea polvareda,
Estalla la vertiginosa rueda
Que hace babear los éxtasis del tonto;
Trocando absurdamente su destino
En el sautor regular de un molino.
La majestad bilateral del aspa,
Desmenuza bajo el denso toldo
De la noche, una incandescente caspa
Que es detritus de sol hecho rescoldo.
Y todo acaba allí, si no arremete
La azogada fugacidad del cohete,
Cuya cinta bizarra
A través de la noche se desliza
Como una raya de tiza
Sobre una pizarra.
Su silbo se aguza
Con chillido de lechuza;
Y tras de brusco azoramiento,
En mansa catarata,
El negro firmamento
Se pone a llover plata.
Ensueño de belleza,
Que en ese anacrónico instante de aurora.
Como fatuo vino te vas a la cabeza:
No olvides que la luna llora
En la acuática lejanía.
La luna, consultora
De la melancolía,
Á quien el alma implora
Con suave letanía:
—Virgo clarissima. Virgo mater—
En tanto que ultrajan su poesía
Aquellos patrióticos fuegos de cráter.
Y mientras la pobre luna cuyo martirio
Entre el agua y el fuego,
Implora con la sugestión de un ruego,
Vuelve la noche a arder con un delirio
Que exaltara los más nobles cráneos
Contemporáneos.
Al incendiario brillo
De un astro fugaz anulado en estruendos,
Combina sus carbunclos estupendos
La fantasía final del Castillo.
Una luz de luna
En fusión, llena su ámbito de pagoda,
Que mezcla con rara fortuna
La botánica china y el rococó a la moda.
¡Oh, maestro, que hiciste tal maravilla
Con un poco de mixto, de noche y de mal gusto:
Deja que te aclame con un alma sencilla,
Con un alma de tribu que adora un fuego augusto!
Buen diablo entre tu flora de arsénico y de azufre,
¡Qué armonía de espíritu y materia
Tienen para el que sufre
Tus bazares de cosmos, tu astronómica feria!
Y con qué formidable caricatura
Tu polícroma incandescencia.
Destaca a la concurrencia
En un poema de humanidad futura.
Bajo el iris de un prisma de garrafa,
Mi musical vecina,
Hacia su mamá se inclina
Con alelado estupor de jirafa,
Su oreja se pierde
En un matriz de herrumbre verde;
Y una llama loca
Del candente aparato,
Con lúgubre sulfato
Le amorata la boca.
A su lado el esposo, con dicha completa.
Se asa en tornasol, como una chuleta;
Y el bebé que fingía sietemesino chiche.
No es ya más que un macabro fetiche.
La nodriza, una flaca escocesa,
Va, enteramente isósceles junto a la suegra obesa,
Que afronta su papel de salamandra
Con una gruesa
Inflación de escafandra,
Mientras en vaivén de zurda balandra
Goza sus fuegos la familia burguesa.
Mas, de repente,
Cambia el artificio bruscamente;
Y bajo un nuevo iris,
El marido, en su manso porte,
Adquiere una majestad de Osiris;
Al paso que la consorte
Se exalta con mágico transporte,
Y en igual luminosa crisis,
Naturalmente, parece una Isis.
Un señor mediocre
Que puede ser boticario o maestro,
Bajo un lampo de ocre
Se vuelve siniestro;
Sin que por ello se alarme
El olfato poco diestro
Del inmediato gendarme.
Y aquella fiera en ciernes
Que así en rojo tizón su cuello tronche,
Tiene una gran cabeza de Holofernes
Ardida en llamas de ponche.
Pero el gendarme mismo
Se ha vuelto ya un cliente del abismo;
Y la multitud entera
Se deforma en comba de cafetera.
En tanto que el artificio estalla
Con estruendos
Tremendos,
Mandando en granizo de oro su metralla.
Rodea una deslumbrante zona
De vértigo solar el artificio,
Donde mi propia persona
En coloreado maleficio,
Adquiere algo de sota y de saltimbanqui
Yankee...
Con una
Descarga de estrépito salvaje,
Se hunde el castillo y acaba el homenaje:
Y ahora ya no hay pólvora ni hay luna.
Salpicada de astros escasos,
Vuelve la noche, removida de pasos
Como un lodazal; silba un pilluelo;
Arroja una bengala alguien que pasa,
Y es aquella anacrónica brasa
El último bocado de sol que engulle el cielo.
Camino de la casa,
Sb vuelve todavía la cabeza
Con el encanto de una vaga certeza.
Hasta que, de improviso,
La postrer bomba, por el ámbito sonoro,
Se abre a la inmensidad en palmas de oro
Como un árbol del Paraíso.
Leopoldo Lugones