INEFABLE AUSENCIA
¡Cuánto te quiero, Blanca, cuánto te quiero!... ¡Si supieras cuánto te quiero!...
No acertaba a decir más, torpe como un niño, el corazón enorme de piedad y de ternura: de ternura hacia ella, de piedad por todo lo que padece en el Universo. Y en su alma, como en una agua negra de profundidad, aunque muy pura, cada estrella que nacía en el firmamento, duplicaba una estrella.
Crepúsculo lejano; arboledas en torno; claridad de excesiva palidez; fuentes que lloraban invisibles encantando el silencio de previstas glorietas. Al desfallecimiento crepuscular mezclábase un poco de luna, que empezaba a desteñir la pradera inmediata. La brisa, con intermitencias de aliento, cruzó, sencillamente perfumada de heno. Todavía rojeaba sobre la profundidad de los árboles, el techo de un chalet.
Y el amante seguía rezando su jaculatoria de amor, monótona como un conjuro:
—¡Cuánto te quiero, Blanca!...
Blanca respondió:
—¡Te adoro, Roberto!
Sus manos, de frialdad extraña, se soldaban más en esa frialdad, como dos trozos de hielo. ¡Y qué manos! Manos de decadencia, inútiles como objetos de arte y expresivas como fisonomías; manos a las cuales parecía no tener fuerzas para llegar la sangre escasa; manos de ofrenda y de claudicación; manos extraordinarias ¡ay de mí!
Los cabellos castaños de Blanca, sueltos en cocas, alargaban quizá demasiado el óvalo del rostro. Nada notable, estoy seguro, nada notable había en éste, ni aun los ojos negros, donde ardía una fiebre arseniosa. Su trajecito claro parecía de colegiala, y grandes hebillas brillaban en sus zapatos.
El era mucho más bello, una dulzura de niño pensativo inundaba su rostro, y como las vírgenes, tenía cuello de lirio. En la obscuridad azul de sus ojos se aterciopelaban melancolías. Sus labios, sin sombra de bozo, sugerían besos sororales. La negrura lacia de sus cabellos, tenía el atractivo de una amorosa fatalidad.
Eegresaba después de una temporada asaz larga, entre parientes fastidiosos, que durante seis meses discutieron hijuelas; tan extraviado de amor, que al entrar en el salón donde Blanca le aguardaba, se acordó inmediatamente de su madre muerta (a la cual nunca había amado en extremo) y lloró.
Niños casi, compadecíanlos con benevolencia irónica, y dejábanlos solos. Aquello era el tercer día después de su llegada.
Había sufrido, horriblemente solo. Sin un amigo en aquella finca, detestando por igual las faenas rurales y el vigor casi grosero de aquella naturaleza con su solazo y sus estímulos, cómo suspiró por la ciudad amiga donde lo esperaba el amor ; aquel amor de enervamientos tan sutiles. Detestaba esa feracidad de los predios natales, esa gente, esas salvajadas con los potros y las reses. La vida nerviosa era la única intelectual, la única digna de ser vivida, si no valía más la inercia del leño que la fugacidad atormentada y gloriosa del ascua...
Suspiró quejosamente, apretando con mayor ansiedad las manos de Blanca.
Ahora la arboleda simulaba un promontorio, la pradera un lienzo amarillento, el cielo un vidrio azulino bajo el plenilunio. Pero á la distancia, más allá de la pradera, la superficie del río se azogaba inquietamente. Y el silencio era tan grande afuera, que ambos retrocedieron en el balcón.
Mas el encanto nocturno acercó sus cabezas, intimando el roce de los próximos brazos.
La magnificencia lunar se extasiaba en aquel silencio.
Entonces Roberto pensó una tristeza. Nunca la había amado como allá, a lo lejos, con una devoción tan exclusiva en el sereno delirio que constituyó su nostalgia. ¡Amar en el dolor, sí que era amar!...
La luna ascendía, desliendo su luz en las aguas cuyo esplendor evocaba los pasos milagrosos de Jesús.
Y la tristeza del místico amante se acentuaba. No sólo nunca la había amado así, sino que jamás volvería amarla. La certidumbre, la materialidad del encanto que resultaba de tenerla allí tan cercana, disminuían su amor. En la distancia ¡qué idealidad y qué pureza! No la amaba como era, mas corno debía de ser, realzada por su imaginación y creada de nuevo por ella, en irrealidades de ensueño.
¡Ah, sugestiones insensatas de la luna! Sobre el brillo insondable del piélago, se adivinaba suspensa la góndola de Dalti, caídos los remos, la cabeza del pescador rendida sobro el hombro de la romántica condesa.
(Canta, Porcia, canta tu romanza de adioses y quimeras, mientras la brevedad del minuto alegre implica la inminencia del desengaño. Canta tu romanza de amor, tan melancólica porque la misma plenitud de la dicha que alaba es el comienzo de la presentida desventura...)
Versos románticos del Musset puro y sereno, con qué noble dolor mejoráis el alma.
Las manos de Roberto apretaron casi desesperadas las otras manos.
No, nunca volvería a amarla así, pues el acto de fe que el amor impone, sólo alcanza su perfección en la invisibilidad del objeto amado. Y, por otra parte, ¿dejar de verla?... ¿Perder voluntariamente aquella esperanza que le sostuvo durante las horas más amargas de la separación, lanzándole, al llegar el día anhelado, como un huracán por los caminos, sintiendo vahídos de tanto devorar el horizonte con sus ojos?
¡Cómo brillaba, cuan inexorable brillaba aquella luna de la eternidad!...
No había remedio. Si quería conservar la excelencia absoluta de su amor, tendría que alimentarlo en la soledad. Y sin atreverse a confesarlo, en el desgarramiento que su convicción le producía, sollozó profundamente sobre esas manos, mártir de aquel desvarío heroico.
Cuando levantó la cabeza, Blanca lloraba también y sus ojos brillaban como el rocío. Entonces pensó en el beso de despedida. Nunca la había besado y aquella era la última vez...
Pero no; no quería llevar consigo ninguna sensación turbadora, ningún recuerdo cuyo encanto aminorara su sacrificio.
Púsose en pie, lleno de dolorosa fortaleza, y al soltar las manos adoradas, titubeó todavía ante la noche.
La luna, en el cénit ahora, no proyectaba una sombra. Reinaba la luz en su vasta pureza, y la inmensidad blanca y silenciosa producía un ligero vértigo.
Despidiéronse con el juramento acostumbrado, mirándose mucho, acariciándose las manos otra vez. Y Roberto se alejó para siempre, regresó a la finca odiada, buscando la ausencia donde gustaría eternamente su tortura, en holocausto incomprendido por la misma á la cual lo dedicó, con el intento de más bien amarla, anacoreta del amor perfecto que sólo vive de dolor y de imposible.
¡Ah, cómo resplandecía la luna, la luna de las romanzas, la luna de los solitarios y de los tristes!...
Leopoldo Lugones