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PUESTA DE SOL

Por la calle solitaria
cuyo término confuso
vagamente se deslíe
en el oro del crepúsculo,
silencioso y pensativo
como siempre, voy sin rumbo
enhebrando fantasías
en el aire azul y puro.
Tranquila está la barriada,
los talleres están mudos,
no se ven las chimeneas
empenachadas de humo,
y, a lo lejos, de las fábricas,
salen, alegres, los últimos
obreros que se atropellan
en caprichoso tumulto,
y cuyas blusas azules
borda el sol de hilos purpúreos.

Yo, callado y pensativo
como siempre, voy sin rumbo.

Mas, de pronto, me detengo,
mis quimeras interrumpo
y las vanas fantasías
del pensamiento sacudo,
para ver curiosamente
a dos chicuelos: —un grupo
adorable, que cabría
en una canción de Hugo—.
Él la llama, y ella acude,
se hablan bajo, y así juntos,
siéntanse en los escalones
del portón, al pie del muro,
y en una seriedad cómica,
ella grave y él adusto,
principia la confidencia
más deliciosa del mundo.
¡Oh viejo pintor de niños
que andas en busca de asuntos!
mira: la luz pone toques
divinos a este conjunto.
En el fondo, de sillares
ensalitrados y húmedos,
rojos y recién lavados
por la lluvia, se ven puntos
de tan diversos matices
—vivos, opacos, obscuros—
que en la rica policromía 1
de tonos suaves y crudos,
la pared arlequinesca
que, a trechos, ornan los musgos,
parece lienzo manchado,
traviesamente, con grumos
de color. —Una parásita
en los ladrillos desnudos
hinca su ramaje como
los tentáculos de un pulpo,
y entre la maraña verde
un jugetón rayo súbito
en cada gota la lluvia
prende un rubí diminuto.
Y en la fantasmagoría
de la luz, que hace del muro
inconcebibles mosaicos
y deslumbrantes estucos,
los dos muchachos semejan,
en medio de tanto lujo
dos príncipes del oriente
en espera de sus súbditos.

¡Qué tocado de diamantes
en el ceniciento rubio
del cabello de la niña!
¡Qué reluciente y qué fúlgido
el toisón que arde en el pecho
del rapaz! ¡y qué conjunto
de áureas telas y tisúes
sobre los harapos sucios!

¡Oh buen solo, hábil joyero,
sol de abril, sol moribundo!
¡Andrajosa reinecita
que visitó la luz; y cuyo
corpiño de resplandores
cubre el talle y ciñe el busto!
¡Duquecito del arroyo,
Buckingham que el cielo tuvo
a bien ataviar con sedas
y brocados del crepúsculo!
Tú, ¿qué cuentas? Tú, ¿qué oyes?
Tú, ¿la grave? Tú, ¿el adusto?...
Yo me acerco poco a poco
y curiosamente escucho.

La barriada está tranquila;
los talleres están mudos.

¡Bien, muchacho! —Fuiste al bosque
y corriste mucho, mucho,
y flores y mariposas
le traes... ¡lindo tributo!
Tu gorra de saltimbanco
—hecha una criba— es refugio
de caléndulas, de lirios,
y de rosas, donde, ocultos,
se agitan entre los pétalos
los cuepecitos convulsos
de las pobres mariposas
heridas. Hundes los puños,
y narrando tus proezas,
alzas, con heroico orgullo,
tu presente de perfumes
y de alas... Y el tributo,
va cayendo, va cayendo,
del aire sereno y puro
a la falda de la niña
que oye con asombro mudo,
la historia de tu aventura,
mientras fijos en un punto,
miran cosas invisibles
sus ojos meditabundos.

Cuando mi presencia notan,
ella inquieta, y él ceñudo,
parecen decirme: —¡vamos,
nos estorbas, vete, intruso!
Y yo me alejo sin pena
porque dejar solo es justo
a Buckingham de siete años
con Ana de Austria de un lustro.
Y pienso: Yo también tuve
aventuras, y di muchos
presentes de alas y flores,
y fui amado y tuve orgullo.
Di ilusiones, esperanzas,
fe, ternuras, con el único
placer de posar los labios
en unos cabellos rubios.
Un coloquio de chiquillos
fue mi amor...
                    Y taciturno,
solitario pensativo
como siempre, voy sin rumbo
por la calle silenciosa
cuyo término confuso
vagamente se deslíe
en el oro del crepúsculo.

autógrafo

Luis G. Urbina


Versión:

1 que en el polícromo ambiente


«Ingenuas» (1910)

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