SOLEDAD PRIMERA
(Parte V)
Del himno culto dio el último acento
Fin mudo al baile, al tiempo que seguida
La novia sale de villanas ciento
A la verde florida palizada,
Cual nueva Fénix en flamantes plumas
Matutinos del Sol rayos vestida,
De cuanta surca el aire acompañada
Monarquía canora;
Y, vadeando nubes, las espumas
Del Rey corona de los otros ríos:
En cuya orilla el viento hereda ahora
Pequeños, no vacíos,
De funerales bárbaros trofeos
Que el Egipto erigió a sus Ptolomeos.
Los árboles que el bosque habían fingido,
Umbroso Coliseo ya formando,
Despejan el ejido,
Olímpica palestra
De valientes desnudos labradores.
Llegó la desposada apenas, cuando
Feroz ardiente muestra
Hicieron dos robustos luchadores
De sus músculos, menos defendidos
Del blanco lino que del vello obscuro.
Abrazáronse, pues, los dos, y luego
—Humo anhelando el que no suda fuego—
De recíprocos nudos impedidos
Cual duros olmos de implicantes vides,
Yedra el uno es tenaz del otro muro.
Mañosos, al fin, hijos de la tierra,
Cuando fuertes no Alcides,
Procuran derribarse y, derribados,
Cual pinos se levantan arraigados
En los profundos senos de la sierra.
Premio los honra igual. Y de otros cuatro
Ciñe las sienes gloriosa rama,
Con que se puso término a la lucha.
Las dos partes rayaba del teatro
El Sol, cuando arrogante joven llama
Al expedido salto
La bárbara corona que le escucha.
Arras del animoso desafio
Un pardo gabán fue en el verde suelo,
A quien se abaten ocho o diez soberbios
Montañeses, cual suele de lo alto
Calarse turba de invidiosas aves
A los ojos de Ascálafo, vestido
De perezosas plumas. Quién, de graves
Piedras las duras manos impedido,
Su agilidad pondera; quién sus nervios
Desata estremeciéndose gallardo.
Besó la raya, pues, el pie desnudo
Del suelto mozo, y con airoso vuelo
Pisó del viento lo que del ejido
Tres veces ocupar pudiera un dardo.
La admiración, vestida un mármol frío,
Apenas arquear las cejas pudo;
La emulación, calzada un duro hielo,
Torpe se arraiga. Bien que impulso noble
De gloria, aunque villano, solicita
A un vaquero de aquellos montes, grueso,
Membrudo, fuerte roble,
Que, ágil a pesar de lo robusto,
Al aire se arrebata, violentando
Lo grave tanto, que lo precipita
—Ícaro montañés— su mismo peso,
De la menuda hierba el seno blando
Piélago duro hecho a su ruina.
Si no tan corpulento, más adusto
Serrano le sucede,
Que iguala y aun excede
Al ayuno Leopardo,
Al Corcillo travieso, al Muflón Sardo
Que de las rocas trepa a la marina
Sin dejar ni aun pequeña
Del pie ligero bipartida seña.
Con más felicidad que el precedente,
Pisó las huellas casi del primero
El adusto vaquero.
Pasos otro dio al aire, al suelo coces.
Y premïados gradüalmente,
Advocaron a sí toda la gente
—Cierzos del llano y Austros de la sierra—
Mancebos tan veloces,
Que cuando Ceres más dora la tierra
Y argenta el mar desde sus grutas hondas
Neptuno, sin fatiga
Su vago pie de pluma
Surcar pudiera mieses, pisar ondas;
Sin inclinar espiga,
Sin vïolar espuma.
Dos veces eran diez, y dirigidos
A dos olmos que quieren, abrazados,
Ser palios verdes, ser frondosas metas,
Salen cual de torcidos
Arcos, o nervïosos o acerados,
Con silbo igual, dos veces diez saetas.
No el polvo desparece
El campo, que no pisan alas hierba;
Es el más torpe una herida cierva,
El más tardo la vista desvanece,
Y, siguiendo al más lento,
Cojea el pensamiento.
El tercio casi de una milla era
La prolija carrera
Que los Hercúleos troncos hace breves;
Pero las plantas leves
De tres sueltos zagales
La distancia sincopan tan iguales,
Que la atención confunden judiciosa.
De la Peneida virgen desdeñosa,
Los dulces fugitivos miembros bellos
En la corteza no abrazó reciente
Más firme Apolo, más estrechamente,
Que de una y otra meta glorïosa
Las duras basas abrazaron ellos
Con triplicado nudo.
Árbitro Alcides en sus ramas, dudo
Que el caso decidiera,
Bien que su menor hoja un ojo fuera
Del lince más agudo.
En tanto, pues, que el palio neutro pende,
Y la carroza de la luz desciende
A templarse en las ondas, Himeneo
—Por templar en los brazos el deseo
Del galán novio, de la esposa bella—
Los rayos anticipa de la estrella,
Cerúlea ahora, ya purpúrea guía
De los dudosos términos del día.
El jüicio —al de todo, indeciso—
Del concurso ligero,
El padrino con tres de limpio acero
Cuchillos corvos absolvello quiso.
Solícita Junón, Amor no omiso,
Al son de otra zampoña que conduce
Ninfas bellas y Sátiros lascivos,
Los desposados a su casa vuelven,
Que coronada luce
De estrellas fijas, de Astros fugitivos
Que en sonoroso humo se resuelven.
Llegó todo el lugar, y, despedido,
Casta Venus —que el lecho ha prevenido
De las plumas que baten más suaves
En su volante carro blancas aves—
Los novios entra en dura no estacada:
Que, siendo Amor una Deidad alada,
Bien previno la hija de la espuma
A batallas de amor campo de pluma.
Luis de Góngora y Argote, 1614
Muchas gracias a Carlos Ivorra Castillo, que nos envió una serie de correcciones sobre la versión de la edición de Editorial Porrúa recomendada, que consistían en:
(1) En la estrofa segunda de este fragmento Cuando fuertes no Aicides, por Cuando fuertes no Alcides,