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SOLEDAD PRIMERA
(Parte III)

»Piloto hoy la Codicia, no de errantes
Árboles, mas de selvas inconstantes,
Al padre de las aguas Oceano,
—De cuya monarquía
El Sol, que cada día
Nace en sus ondas, y en sus ondas muere,
Los términos saber todos no quiere—
Dejó primero de su espuma cano,
Sin admitir segundo
En inculcar sus límites al mundo.

»Abetos suyos tres aquel tridente
Violaron a Neptuno,
Conculcado hasta allí de otro ninguno,
Besando las que al Sol el Occidente
Le corre, en lecho azul de aguas marinas,
Turquesadas cortinas.

»A pesar luego de áspides volantes,
—Sombra del Sol y tósigo del viento—
De Caribes flechados, sus banderas
Siempre gloriosas, siempre tremolantes,
Rompieron los que armó de plumas ciento
Lestrigones el istmo, aladas fieras:
El istmo que al Océano divide
Y —sierpe de cristal— juntar le impide
La cabeza del Norte coronada
Con la que ilustra el Sur, cola escamada
De Antárticas estrellas.

»Segundos leños dio a segundo Polo
En nuevo mar, que le rindió no sólo
Las blancas hijas de sus conchas bellas,
Mas los que lograr bien no supo Midas
Metales homicidas.

»No le bastó después a este elemento
Conducir Orcas, alistar Ballenas,
Murarse de montañas espumosas,
Infamar blanqueando sus arenas
Con tantas del primer atrevimiento
Señas —aun a los buitres lastimosas—,
Para con estas lastimosas señas
Temeridades enfrenar segundas.

»Tú, Codicia, tú, pues, de las profundas
Estigias aguas torpe marinero,
Cuantos abre sepulcros el mar fiero
A tus huesos, desdeñas.

»El Promontorio que Eolo sus rocas
Candados hizo de otras nuevas grutas
Para el Austro de alas nunca enjutas,
Para el Cierzo expirante por cien bocas,
Doblaste alegre, y tu obstinada entena
Cabo le hizo de Esperanza Buena.
Tantos luego Astronómicos presagios
Frustrados, tanta Náutica doctrina,
Debajo de la Zona aun más vecina
Al Sol, calmas vencidas y naufragios,
Los reinos de la Aurora al fin besaste,
Cuyos purpúreos senos perlas netas,
Cuyas minas secretas
Hoy te guardan su más precioso engaste;
La aromática selva penetraste
Que al pájaro de Arabia —cuyo vuelo
Arco alado es del cielo,
No corvo, mas tendido—
Pira le erige, y le construye nido.

»Zodíaco después fue cristalino
A glorïoso pino,
Émulo vago del ardiente coche
Del Sol, este elemento,
Que cuatro veces había sido ciento
Dosel al día y tálamo a la noche,
Cuando halló de fugitiva plata
La bisagra, aunque estrecha, abrazadora
De un Océano y otro siempre uno,
O las columnas bese o la escarlata,
Tapete de la Aurora.

»Esta, pues, nave ahora,
En el húmido templo de Neptuno
Varada pende a la inmortal memoria
Con nombre de Victoria.

»De firmes islas no la inmóvil flota
En aquel mar del Alba te describo,
Cuyo número —ya que no lascivo—
Por lo bello agradable y por lo vario
La dulce confusión hacer podía
Que en los blancos estanques del Eurota
La virginal desnuda montería,
Haciendo escollos o de mármol Pario
O de terso marfil sus miembros bellos,
Que pudo bien Acteón perderse en ellos.

»El bosque dividido en islas pocas,
Fragante productor de aquel aroma
—Que, traducido mal por el Egito,
Tarde le encomendó el Nilo a sus bocas,
Y ellas más tarde a la gulosa Grecia—,
Clavo no, espuela sí del apetito
—Que cuanto en conocello tardó Roma
Fue templado Catón, casta Lucrecia—,
Quédese, amigo, en tan inciertos mares,
Donde con mi hacienda
Del alma se quedó la mejor prenda,
Cuya memoria es buitre de pesares.»

En suspiros con esto,
Y en más anegó lágrimas el resto
De su discurso el montañés prolijo,
Que el viento su caudal, el mar su hijo.
Consolallo pudiera el peregrino
Con las de su edad corta historias largas,
Si —vinculados todos a sus cargas,
Cual próvidas hormigas a sus mieses—
No comenzaran ya los montañeses
A esconder con el número el camino,
Y el cielo con el polvo. Enjugó el viejo
Del tierno humor las venerables canas,
Y levantando al forastero, dijo:

«Cabo me han hecho, hijo,
De este hermoso tercio de serranas;
Si tu neutralidad sufre consejo,
Y no te fuerza obligación precisa,
La piedad que en mi alma ya te hospeda
Hoy te convida al que nos guarda sueño
Política alameda,
Verde muro de aquel lugar pequeño
Que, a pesar de esos fresnos, se divisa;
Sigue la femenil tropa conmigo:
Verás curioso y honrarás testigo
El tálamo de nuestros labradores,
Que de tu calidad señas mayores
Me dan que del Océano tus paños,
O razón falta donde sobran años.»

Mal pudo el extranjero agradecido
En tercio tal negar tal compañía
Y en tan noble ocasión tal hospedaje.
Alegres pisan la que, si no era
De chopos calle y de álamos carrera,
El fresco de los céfiros ruido,
El denso de los árboles celaje,
En duda ponen cuál mayor hacía
Guerra al calor o resistencia al día.

Coros tejiendo, voces alternando,
Sigue la dulce escuadra montañesa
Del perezoso arroyo el paso lento,
En cuanto él hurta blando,
Entre los olmos que robustos besa,
Pedazos de cristal, que el movimiento
Libra en la falda, en el coturno ella
De la columna bella,
Ya que celosa basa,
Dispensadora del cristal no escasa.

Sirenas de los montes su concento,
A las que menos del sañudo viento
Pudiera antigua planta
Temer ruina o recelar fracaso,
Pasos hiciera dar el menor paso
De su pie o su garganta.

Pintadas aves —cítaras de pluma—
Coronaban la bárbara capilla,
Mientras el arroyuelo para oílla
Hace de blanca espuma
Tantas orejas cuantas guijas lava,
De donde es fuente a donde arroyo acaba.

Vencedores se arrogan los serranos
Los consignados premios otro día,
Ya al formidable salto, ya a la ardiente
Lucha, ya a la carrera polvorosa.

El menos ágil, cuantos comarcanos
Convoca el caso, él solo desafia,
Consagrando los palios a su esposa,
Que a mucha fresca rosa
Beber el sudor hace de su frente,
Mayor aún del que espera
En la lucha, en el salto, en la carrera.

Centro apacible un círculo espacioso
A más caminos que una estrella rayos,
Hacía, bien de pobos, bien de alisos,
Donde la Primavera,
—Calzada Abriles y vestida Mayos—
Centellas saca de cristal undoso
A un pedernal orlado de Narcisos.

Este pues centro era
Meta umbrosa al vaquero convecino,
Y delicioso término al distante,
Donde, aun cansado más que el caminante
Concurría el camino.

Al concento se abaten cristalino
Sedientas las serranas,
Cual simples codornices al reclamo
Que les miente la voz, y verde cela,
Entre la no espigada mies, la tela.
Músicas hojas viste el menor ramo
Del álamo que peina verdes canas;
No céfiros en él, no ruiseñores
Lisonjear pudieron breve rato
Al montañés, que —ingrato
Al fresco, a la armonía y a las flores—
Del sitio pisa ameno
La fresca hierba, cual la arena ardiente
De la Libia, y a cuantas da la fuente
Sierpes de aljófar, aun mayor veneno
Que a las del Ponto, tímido atribuye,
Según el pie, según los labios huye.

Pasaron todos, pues, y regulados
Cual en los Equinoccios surcar vemos
Los piélagos del aire libre algunas
Volantes no galeras,
Sino grullas veleras,
Tal vez creciendo, tal menguando lunas
Sus distantes extremos,
Caracteres tal vez formando alados
En el papel diáfano del cielo
Las plumas de su vuelo.

Ellas en tanto en bóvedas de sombras,
Pintadas siempre al fresco,
Cubren las que Sidón telar Turquesco
No ha sabido imitar, verdes alfombras.

Apenas reclinaron la cabeza,
Cuando, en número iguales y en belleza,
Los márgenes matiza de las fuentes
Segunda Primavera de villanas,
Que —parientas del novio aun más cercanas
Que vecinos sus pueblos— de presentes
Prevenidas, concurren a las bodas.

Mezcladas hacen todas
Teatro dulce —no de escena muda—
El apacible sitio: espacio breve
En que, a pesar del Sol, cuajada nieve,
Y nieve de colores mil vestida,
La sombra vio florida
En la hierba menuda.

Viendo pues que igualmente les quedaba
Para el lugar a ellas de camino
Lo que al Sol para el lóbrego Occidente,
Cual de aves se caló turba canora
A robusto nogal que acequia lava
En cercado vecino,
Cuando a nuestros Antípodas la Aurora
Las rosas gozar deja de su frente:
Tal sale aquella que sin alas vuela
Hermosa escuadra con ligero paso,
Haciéndole atalayas del Ocaso
Cuantos humeros cuenta la aldehuela.

El lento escuadrón luego
Alcanzan de serranos;
Y disolviendo allí la compañía,
Al pueblo llegan con la luz que el día
Cedió al sacro Volcán de errante fuego,
A la torre, de luces coronada,
Que el templo ilustra, y a los aires vanos
Artificiosamente da exhalada
Luminosas de Pólvora saetas,
Purpúreos no cometas.

Los fuegos, pues, el joven solemniza,
Mientras el viejo tanta acusa Tea
Al de las bodas dios, no alguna sea
De nocturno Faetón carroza ardiente,
Y miserablemente
Campo amanezca estéril de ceniza
La que anocheció aldea.

De Alcides le llevó luego a las plantas,
Que estaban, no muy lejos,
Trenzándose el cabello verde a cuantas
Da el fuego luces y el arroyo espejos.

Tanto garzón robusto,
Tanta ofrecen los álamos zagala,
Que abrevïara el Sol en una estrella,
Por ver la menos bella,
Cuantos saluda rayos el Bengala,
Del Ganges cisne adusto.

La gaita al baile solicita el gusto,
A la voz el psalterio;
Cruza el Trión más fijo el Hemisferio,
Y el tronco mayor danza en la ribera;
El Eco, voz ya entera,
No hay silencio a que pronto no responda;
Fanal es del arroyo cada onda,
Luz el reflejo, la agua vidrïera.

autógrafo

Luis de Góngora y Argote, 1614


Muchas gracias a Carlos Ivorra Castillo, que nos envió una serie de correcciones sobre la versión de la edición de Editorial Porrúa recomendada, que consistían en:

(1) En la estrofa novena de este fragmento Ésta, pues, nave ahora, por Esta, pues, nave ahora,


«Soledad Primera»

facsímil Facsímil Manuscrito Chacón (1628) Tomo I. Soledades.

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