LA CAJA DE MÚSICA
Nos sentimos sonar día tras día
en el silencio cóncavo del pecho.
Nos oímos la vida, resonancias
de música, de sueños,
de olvidadas, perdidas melodías,
de remotos, oscuros, tristes ecos.
Levantamos la tapa de la caja
con la memoria de insumisos dedos
y unas íntimas músicas oímos
remontando los años hacia dentro.
Rumorosos paisajes de armonía
que un niño cruza. Acentos
que dulcemente nos envuelven, manos
melodiosas. La luz en los almendros.
Las voces del verano. Aquellas tardes
que nos iban de carne y música vistiendo.
Oímos el amor como una hermosa
canción, ocultos árboles meciéndonos,
y unas lejanas flautas de nostalgia
sonando entre las cañas de los huesos.
Pautada luz de abril. Agosto en llamas.
Cobre de octubre. Otoño pone cerco
al corazón. Arroyos de noviembre.
Aguas huyentes en las que bebemos.
Cuán armoniosamente la esperanza
se hunde en la fronda de jardines secos
con su leve chascar de lento olvido
bajo los olmos cenicientos.
Música antigua.
Canción remota. Violines trémulos
que en repentinos llantos sueltan, rotas,
bajo los arcos de infundible hielo,
cuerdas heridas, venas musicales
donde la sangre pulsa sus lamentos.
¿Qué orquestas suenan?
¿Qué sones se armonizan, qué patéticos
tonos nos estremecen, qué invisibles
manos tañen los hondos instrumentos?
Y son las nuestras. Pasan
sobre pianos infantiles, viejos,
por quejumbrosas cajas, por metales
sensuales y frenéticos.
Son nuestras mismas manos
pálidamente azules por el tiempo
arrancándonos vida como notas
por escalas de lluvia y de recuerdo.
Esta caja de música del alma
se nos destapa lentamente dentro.
Nos sentimos sonar. Nos escuchamos
canción, música, ecos.
Acaso somos sólo nuestro propio sonido
con el que entre los años juega el viento.
Tal vez vivir no sea más que oírse
en la caja de música del tiempo.
Leopoldo de Luis