EVOCACIÓN DE FRANCISCO SALAS, COSMÓGRAFO
No olvidaste jamás la impenetrable claridad de aquella tarde.
Llovía y navegaban hacia el Sur los navíos con algo de
tristeza en las miradas:
las cariátides de proa, suaves y melancólicas como una
antigua canción,
y las vinosas llanuras del recuerdo en la voz áspera del contramaestre.
Tierra firme y rojiza, patíbulos hirsutos, fortalezas insommes
de Basse-Terre,
como espectros surgidos de la más ambiciosa ghost story;
alineados delfines, disciplinadas orcas en el pulcro despacho de Levasseur,
y un viejo cielo añil entreverado de ángeles vudú.
Te alimentabas de cazabe y de naipes entonces,
revolvías en tu cabeza la idea del suicidio,
y el deseado cargamento de mujeres francesas no llegaba a alcanzar
las costas de tu isla.
Amigo de los desolados octubres,
pensabas un acantilado de esquirlas azuladas y de secretos.
Rumbo a Jamaica todos los hombres son iguales:
arabescos de encaje en las camisas de lino puro,
desnudo el pecho selvático, risueño el corazón;
la furia de los vientos apresada en el istmo por argonautas holandeses,
sobre lujosos alambiques marinos destilando la Historia.
Dibujaste simbólicos desdenes de piedra, de cristal,
ensenadas umbrías, altivos promontorios de silencio.
Era triste el lamento de tus pinceles en la bahía,
como una expedición a Maracaibo (sable desnudo, pólvora,
ese antiguo clamor resucitando la belleza del instante
con la fatalidad de los oráculos imprevistos).
Apenas llego a distinguir el perfil de tu críptica escritura.
No hay patente de corso que permanezca siempre.
El timón acelera los pulsos de tus sienes:
sólo queda morir de fiebre o de alegría en las heladas
playas del misterio.
Luis Alberto de Cuenca