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ODA AL OTOÑO

Es la mejor estación de nuestras vidas,
acaso como todas, pero algo después.
Comienza a verse casi
en el mismo instante de sentirse
y va espaciando sus colores ocres,
marrones pardos y amarillos ácidos
hasta el ópalo último en que aparece el gris.
Vamos despacio por sus desfiladeros perfumados
y miramos el fondo de cuanto antes era superficie
y nos sentimos mal: vemos
las rosas dentro del mango del paraguas
como, en el ruido de bronce de la lluvia, escuchamos
no las gotas que pasan sino el ruido del mar.
Estamos en su calle y lo sabemos y buscamos ansiosos
el olvidado número de lo que fue su casa
y el recuerdo de lo que fue la vida
constituye nuestra única idea de la realidad.
Estamos solos, pero ya lo supimos
cuando el amor crecía como la inteligencia
y las ruletas rusas de los trenes
y de los transatlánticos daban vueltas
y vueltas como un vals. Todo giraba
sobre un difuso centro y las fichas y bolas se movían
sin que los ojos pudieran distinguir
qué era nuestro yo y qué su movimiento.
La ruleta y la bola forman en la retina
una unidad suspensa, una ciega corriente espiriforme,
un huso ácimo, un cielo transitorio, una
esperanza firme de que la bola,
en un momento u otro, en un punto u otro
y en un número u otro, al fin se detendrá.
Pero no se detiene,
porque ruleta y bola tienen su propio movimiento
y el juego consiste en no saber el número,
ni el color ni el día ni el lugar.
Vivimos en la lengua. O mejor:
vivimos en el recuerdo de la lengua
y somos dentro de nosotros mismos
la conciencia de otro que ya ha sido
y la sombra de alguien que nunca más será.
El otoño es la estación de nuestro personaje
porque ya no es un punto al que insomnes, tendemos
sino un amarre fijo que en el fondo espejea
y en ráfagas emite las borrosas ruinas de nuestra identidad.
Entre pecios hundidos y restos de naufragios
el yo repasa su número de cuenta
y ve cómo los ceros se anulan en la cifra sin números
del amor a la vida que siempre, siempre, queda
en la lejana luz de las orillas
o en la arena que brilla cada vez más allá.
Otoño es el lenguaje del yo hacia su pérdida,
donde no caen las hojas sino el ser del pensar.
Ya no quedan conceptos sino cosas.
Ya no queda sino el desnudo al sol
y este tosco vivir a la intemperie,
mientras por el espejo de la mente pasan
imágenes de uno cada vez más borrosas
y una idea de todo cada vez más fugaz.
Estamos a la espera del último fracaso
y y respiramos mientras, respiramos
como si el aire fuera no ya su transparencia
ni lo que vuela o flota suspendido
ni lo que gira o vuelve o lo atraviesa
sino la extrema soledad del yo
donde nosotros mismos somos incapaces
de acampar o seguir e iniciamos una ficticia vuelta
hacia lo único que existe y que nadie sabe lo que es.

autógrafo

Jaime Siles


«Himnos tardíos» (1999)  

Voz: Jaime Siles Voz: Jaime Siles


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