LA CAÑONESA
Yo visité la ciudad de la penumbra y de los colores ateridos y el enfado y la melancolía sobrevinieron a entorpecer mi voluntad.
El sol de un mes de lluvia provocaba el hechizo del plenilunio en el espejo del suelo glacial. Yo salí a recrear la vista por calles y plazas y pregunté el nombre de las estatuas vestidas de hiedra. Prelados y caballeros, desde los zócalos soberbios, infundían la nostalgia de los siglos armados de una república episcopal.
Una iglesia esculpida y cincelada imitaba la de San Sebaldo en la vetusta Nuremberg. Las imágenes de la puerta reproducían el semblante del águila, del león y del buey.
Los nativos se esmeraban en la fábrica de juguetes infantiles, de tiorbas angélicas, salterios y laúdes. Una doncella me separó de la reverencia a los monumentos arcaicos, me otorgó el privilegio de su amistad y vino a referirme su vida sombría, un ejemplo de sencillez y de sacrificio. Ofrendaba su juventud a la memoria de un hermano fallecido antes de tiempo y lo sustituía, conservándose pura y célibe, en el consejo de una orden militar.
José Antonio Ramos Sucre