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EL OLVIDO

    Yo no pisaba las huellas del cazador extravagante. Quería evitar el contagio de su pesadumbre.

    Morábamos vecinos en un país de belleza augusta. El azufre y demás fósiles predilectos del fuego se juntaban en la composición de la tierra.

    El cazador frecuentaba los montes de granito. Su gesto valiente se dibujaba en la zona del éter cándido. Una lumbre fugitiva dirigía sus pasos.

    Había domesticado el ser más viejo entre las gamuzas repentinas. Acertaba de espaldas con el objeto de sus tiros.

    No lo abordé sino una vez, para dar con el motivo de su desvío.
    La manera grave de su discurso no me permitió recoger una vislumbre.

    Había fabricado su cabaña a la sombra de un pino glacial.

    Yo la visité furtivamente al advertir su ausencia de una semana. El cazador, libre de los efectos deletéreos de la muerte, yacía en un ataúd de piedra. El semblante helado, ajeno del pesar, no inspiraba conjeturas sobre la causa del fallecimiento. Un reguero de carbunclos magnéticos había caído de su diestra.

    Un torrente, creado por la lluvia fortuita, arroja sobre la cabaña un sedimento de arena y promete cegarla.

autógrafo
José Antonio Ramos Sucre


«El cielo de esmalte» (1929)

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