LA CUESTACIÓN
Salía de mi celda, en anocheciendo, a juntar limosnas para el enterramiento de los supliciados y el consuelo de sus hijos. Las recibía copiosamente de los próceres de la ciudad, amigos de la diversión y el riesgo, atentos al mejor provecho de la hora presente, según la costumbre de los paganos y la advertencia de sus autores mendaces. La mañana eclipsaba a menudo las antorchas vigilantes de la orgía, cuando no declaraba las víctimas de la sensualidad o permitía reconstituir, en vista de una carroza volcada, la riña de los satélites.
El cielo habría llovido sus meteoros fulminantes sobre la ciudad incrédula, si no estuviera presente la doncella de mirada atónita y rostro exangüe, ejemplo de una fraternidad religiosa y de su ley estricta. Volaba sobre la tierra nefanda y su voz prevenía el ademán del homicida.
Pertenecía a un linaje de caballeros, los más entusiastas de una cruzada, lisonjeados con la promesa de una corona en ultramar. Satisfacía una penitencia atávica, motivada por una de sus abuelas, el hada Melusina, acusada de mudar la mitad del cuerpo, un día de la semana, en una cauda lúbrica de sirena.
La devoción de la doncella redime sus deudos de la visita de un fantasma. El hada Melusina, resentida con sus descendientes, frecuentaba las torres de sus palacios, amenazando calamidades.
José Antonio Ramos Sucre