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LA INSPIRACIÓN

    Yo me esforzaba en subir el curso de un río. No soltaba de la mano los remos de un bajel fugaz, fabricado de una corteza. Yo la había desprendido de un árbol independiente, familiar de las alondras y pregonero de sus flores virginales en una selva augusta, reflejada en el espejo del éter.

    Yo dibujé en la frente del bajel la imagen fácil del amor y redimí sus ojos del cautiverio de la venda. Había usado en penetrar la corteza fragante un estilo de hierro.

    Vine a dar en una llanura libre, donde se encrespaba y corría, vencedora de un asalto de leones, la hueste de unos caballos ardientes.

    Se adelantaba hasta la presencia del océano y se volvía al sentir el sonido frenético de unas trompetas. La belleza del porte y de la carrera me presentaba a cada instante un motivo nuevo y singular de admiración. Yo pensaba en unos retóricos de la gentilidad, divididos y hostiles al calificar méritos en los caballos de un friso, agilitados por el cincel de Fidias.

    El sonido frenético de las trompetas repercutía en el cielo diáfano y anunciaba la soberana del país quimérico. Vino a la cabeza de una escolta de monteros y de prohombres ancianos, pares de una orden cortés en los días de una briosa juventud. Había dejado un mundo inefable, a semejanza de Beatriz y con el mismo atavío de sus llamas, y esgrimía el acero de Clorinda. Me invitó al estribo de su carro e impuso en mi frente una señal de su autoridad, por donde me visitaron pensamientos y sentimientos de una grandeza ilimitada.

autógrafo
José Antonio Ramos Sucre


«El cielo de esmalte» (1929)

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