LAS FUENTES DEL NILO
El rey libraba sus mandamientos desde el pie de un sicomoro. Engrandecía la solemnidad de la persona con los espejuelos y el par de zapatos, recibidos de mí el día anterior. De ese modo le retorné la fineza de un diente de marfil.
Yo presencié el castigo administrado por dos hujieres del palacio, vivienda de cañas, sobre un pastor de las greyes del soberano. La resistencia de la víctima fatigaba las correas de hipopótamo.
Siguió la voz de los prisioneros inhibidos de pies y manos por una soga de cáñamo. Un verdugo de salvaje esfuerzo los arrojó de bruces al abismo. El más indócil se proclamaba descendiente de David, a pesar del tizne y del monte de cabellos. Servía de acólito y manejaba el sistro de una iglesia de Abisinia. Fue sacrificado antes de una reata de palurdos ingenuos, alentados por él mismo a querellarse de los servidores del rey, de sus vejámenes y robos.
Emprendimos una jornada continua en solicitud de unos comerciantes árabes, juntados en caravana a través del desierto. El tumulto de un rebaño de cabras, botín de los soldados, impedía la celeridad del movimiento. La greguería simulaba el regocijo de la vendimia, el bullicio de una fiesta de Ceres. Los árabes previnieron el combate y se alejaron en sus cabalgaduras veloces, dejando a merced de los nuestros algunos camellos y borricos. La presa, odres de vino de palma y vasos de alfarero, dividió a los vencedores y los enredó en litigios y porfías.
El ejército arribó tropezando y cayendo, enajenado por la bebida espirituosa, a la gruta de un mago versátil y lo consultó, a voz en grito, sobre el éxito de una cacería. El impostor, ganado por los árabes, dedujo del pecho una voz profunda e hirió el suelo con la semejanza de un caduceo. Un ave de alas descompasadas salió de entre sus pies a oscurecer la rueda del sol y produjo el desconcierto y la fuga de la muchedumbre sencilla.
El autor del prodigio me separó cortésmente de la compañía frenética y me invitó a refugiarme en su casa. Desprendía de las orejas el disfraz de unas barbas de vellón.
José Antonio Ramos Sucre