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EL ESCOLAR

    La sonámbula sufría de la perfidia de un amante. Había enfermado de considerar una aspiración remota.

    Merecía el nombre de visionaria y profetisa y pasaba la mitad del día arrodillada delante de una imagen de arcilla negra. Le tributaba siempre el exvoto de una flor cantada en las hipérboles de la Biblia y conservada por muchas generaciones devotas. La flor exhausta recuperaba su perfume bajo el rocío del agua bendita. Había adornado el peto de un cruzado.

    La sonámbula me predijo el éxito de mis intentos y me inspiró la voluntad de aplicarme al juego de manera más vehemente. Salía vencedor de los garitos en medio del asombro y de la envidia de los perdularios. Malograron su tiempo ordenándome asechanzas e invitándome a fiestas campestres. Me rodeaban solapados y famélicos.

    La sonámbula me separó de usar los consejos de un médico en la crisis de una fiebre inopinada. Me salvó de recibir los gérmenes de una enfermedad desaseada y frustró una vez más el despecho de los perdidosos.

    Yo la recibí en mi compañía y la llevé a respirar las auras del mar de Sicilia, de donde vino el restablecimiento de su hermosura.

    Mis enemigos nos dispararon por última vez sus arcabuces desde unas ruinas.

    Yo había dejado mis lares nativos con el propósito de reconstituir un momento deplorable de la antigüedad bajo la sombra de Tucídides.

autógrafo
José Antonio Ramos Sucre


«Las formas del fuego» (1929)

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