EL SAGITARIO
Subí la escalera de mármol negro en solicitud de mi flecha, disparada sin tino. La hallé clavada en la puerta de cedro, embellecida de dibujos simétricos.
Yo acostumbraba disparar el arco de plata semejante al de Apolo, con el fin de interrogar a la fortuna. Yo estaba a punto de salir en un bajel de vela cuadrada y no fiaba sino en los de vela triangular. Había crecido satisfaciendo mis veleidades y caprichos.
Una mujer salió a espaldas de mí, se adelantó resueltamente a desprender la flecha trémula y me la alargó sin decir una palabra. Su presencia había impedido el acierto de mi disparo. Yo reconocí una de las enemigas de Orfeo.
Quedé prendado de aquella mujer imperiosa, ataviada con la piel de una pantera. Creí haberla visto a la cabeza de una procesión ensañada con las ofrendas tributadas al mausoleo del amante de Eurídice. Su gesto de cólera desentonaba en la noche colmada.
Defendí una vez más las cenizas del maestro y espanté la turba de las mujeres encarnizadas, simulando, desde una arboleda, rugidos salvajes. Yo esperaba sufrir de un momento a otro el desquite de aquella estratagema.
La mujer subió conmigo dentro de la nave y llamó despóticamente a su servicio las fieras del mar, ocultas en los arrecifes. Los marinos se entendieron con la mirada y escogieron un rumbo nuevo. El sol trazó varias veces el arco de su carrera sobre el circuito de las aguas. Un ave desconocida volaba delante de nosotros.
Yo fui abandonado a mis propios recursos en un litoral cenagoso, desde donde se veía, a breve distancia, un monumento consagrado a las furias.
Yo descubrí el nombre del sitio recordando una lamentación de Orestes.
José Antonio Ramos Sucre