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LAS RUINAS

    Sentía bajo mis pies la molicie del musgo de color de herrumbre, aficionado a la humedad. Proliferaba sobre el tejado y en la rotura de las paredes y de las ménsulas.

    Sobre la maciza escalinata había corrido un tropel de caballos alados y de zueco de hierro, a la voz de un héroe imberbe, lisonjeado por la victoria. Hería con una maza ligera y usual como un cetro, de cabeza redonda y armada de puntas metálicas.

    Yo visitaba, después de un decenio, el palacio de techo hundido. La lluvia, descolgada perpetuamente a raudales, había desnudado, de su delgado tapiz de tierra, la roca de granito situada a los pies y delante del edificio. Su acceso había llegado a ser una cuesta difícil.

    Yo me incliné delante de la imagen de un santo, aposentada en su vetusta hornacina, orlada de parietarias, y bajé a perderme en una senda de robles. Desde sus ramas bajaban hasta el suelo de arena los sarmientos péndulos de una flora adventicia.

    Yo seguí por ese camino, solo y sin deponer la espada, y vine a sentarme, ansioso de meditar y de leer, en un poyo de piedra, ceñido al pie de un árbol imprevisto.

    Sus hojas amarillas y de un revés grisáceo viraban al unísono del mar indolente y una de ellas, volando al azar, rozó mi cabeza y vino a llenar de fragancia las páginas de mi libro de Amadís.

autógrafo
José Antonio Ramos Sucre


«Las formas del fuego» (1929)

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