EL VIAJE DE HIMILCÓN
El almirante de la escuadra pisó el templo. Estaba ajado por las tribulaciones del viaje. Venía a cumplir los votos enunciados, debajo del peligro, en un mar desconocido. Portaba en la diestra el volumen donde había consignado los portentos de la navegación. Lo puso en manos del sacerdote, a quien abordó modesta y dignamente, previniéndolo con una reverencia. Aquel relato debía inscribirse, a punta de cincel, al pie del ídolo gentilicio, en honor de la ciudad marítima.
Las naves aportaban rotas y deshabitadas. Los marineros escasearon en medio de un mar continuo, cerca del abismo, cabo del mundo.
Algunos recibieron sepultura nefanda en el seno de las aguas. Muchos perdieron la vida bajo los efluvios de un cielo morboso, y sus almas lamentan el suelo patrio desde una costa ignorada.
Los supervivientes divisaron, camino del ocaso, el reino de la tarde, islas cercadas de prodigios; y descubrieron el refugio del sol, labrador fatigado.
Unos bárbaros capturados en el continente, prácticos de naves desarboladas, contaban maravillas de su visita a un país cálido, más allá del miraje vespertino; y aquellos hombres de semblante feroz y ojos grises, criados bajo un sol furtivo, motivaron con sus fábulas insidiosas el comienzo del retorno.
José Antonio Ramos Sucre