EL HIJO DEL ANCIANO
Unas rayas de buril bastarían para el trasunto del paisaje elemental.
Algún árbol enjuto, esqueleto de palos, signo de blasón, vivía sobre el suelo calcinado.
Montes negros, de perfil translúcido, encerraban el valle.
Mi casa desaparecía, al cabo de un día incierto, en la inundación de la noche fluida.
Los ruidos subterráneos duraban hasta el advenimiento del sol retardado. Fuerzas sobrehumanas removían la piedra de los sepulcros.
Yo dividía la vida uniforme entre la lectura de epopeyas y tragedias y los hábitos de una mocedad inquieta.
Concebí la imagen de una infanta, amenazada por los silenciarios en el palacio del miedo. Yo sólo besaba de rodillas la franja de su manto.
Salí una vez al pasatiempo de la caza en día venerado, no obstante los avisos de mi progenitor. El anciano de los dichos infalibles, aficionado a narrar, descansaba en una silla majestuosa, de arte primitivo.
Una bocina invisible, perdida en la montaña, extravió los perros de mi jauría.
Después de una jornada infructuosa, penetré a descansar en la cámara de una vivienda ilusoria. Las quimeras surgieron paulatinamente de las tinieblas de mi sopor. Creía visitar el palacio del miedo, en donde la infanta de mi pasión afrontaba, en un suplicio, el trance de la muerte. Los ministros y los criados avisaban e imponían el secreto. Las lámparas agotadas soltaban cabelleras de humo en la sala encubertada de negro.
Desperté, cerca de la mañana, en medio del campo.
Mi cabeza reposaba sobre una piedra. Tenía los cabellos húmedos de rocío y, en el rostro, la luz de una luna diluida.
José Antonio Ramos Sucre