LA CONVERSIÓN DE PABLO
Los moradores de aquel pueblo extrañaban la facilidad con que yo había ganado la privanza del sacerdote que los presidía y curaba de sus almas. Ponderaban su carácter extraordinario, insistían en su retraimiento lastimoso, recordaban para contraste los desmanes de su libre juventud rectificada bruscamente. Venía al caso apuntar la índole sombría de sus deudos, que buscaban el sosiego en diversiones brutales y en regocijos estruendosos, antes de incurrir en el desvarío místico o zozobrar en la demencia.
Decían que el arrepentimiento lo había consumido, que la virtud adoptada de pronto le había prestado aquel aspecto de árbol delgado y vacilante. La frente grave y los ojos desatentos indicaban al hombre desprendido del mundo, que recorre alado la tierra, que oye en el silencio altas voces aéreas.
Acostumbraba el monólogo mortificante, la retirada excursión bajo la luna lenta, el huraño extravío a los largo de los árboles que mece el aura de la tarde.
Una vez toleró mi compañía. Las estrellas lucían nuevas en la atmósfera despejada por la lluvia. Celajes desvaídos viajaban hacia el sol declinante. Cálido vapor surgía de la tierra desperezada al extinguirse el fuego del día.
Avanzaba a mi lado con el paso temeroso de un anciano, cuando me reveló el motivo de su sacerdocio, la razón de su perfeccionamiento asiduo. Entrecortaba este relato bajo un miedo angustioso:
—Vivía yo en donde nací, en una ciudad de claras bizarrías, de consejas extrañas y cármenes morunos. Debieran ser mármoles truncos sus escombros para completar el cuadro helénico del cielo y del mar cristalinos.
Por una de sus calles vetustas regresaba solo a descansar de la noche de orgía y de pasión. Yo adelantaba por aquella oscuridad de caverna cuando me detuvo un miedo superior.
Alguien se me oponía en traje de religioso...
Reconocí la aparición infausta que augura el trance supremo a los hombres de mi raza licenciosa y doliente, y que les inspira el pensamiento invariable en las postrimerías que amenazan más allá de la muerte. Entonces contraen ellos la demencia o conciben desesperada contrición.
José Antonio Ramos Sucre