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EL FAMILIAR

    Los campesinos se retraían de señalar el curso del tiempo. Empezaban, con el día, las faenas de la tierra y se juntaban y citaban prendiendo una hoguera en el campo raso.

   Yo distinguía desde mi balcón, retiro para el soliloquio y el devaneo, la humareda veleidosa nacida sobre la raya del horizonte.

    Disfrutaba, después de mi juventud intemperante, el sosiego de una ciudad extinta.

   El arco iris, joya de la celeste fragua, era diadema perpetua de su monte.

    Yo recorría sus avenidas, percibiendo el desconsuelo del ciprés y del mármol. Cavilaba en sus plazas opacas y húmedas, esteradas de hojas. Adivinaba, en el espejo de sus estanques y de sus fuentes, cabelleras profusas velando desnudos cuerpos fluidos.

    Yo defendía el reposo del agua. La oí cantar, en cierta ocasión, una escala de lamentos al sentirse herida por la rama desprendida de un árbol.

    Miraba una vez las imágenes voluptuosas, cuando sentí sobre el hombro izquierdo el contacto de una mano fría, adunca. El importuno me interpelaba, al mismo tiempo, con una voz honda, bronca.

    El estanque de mi contemplación se había mudado en un abismo.

    Desde entonces me siguió aquel hombre imperioso. No osaba verle de frente, su cuerpo alto y desarticulado prometía un rostro demasiado irregular. Bajo sus pasos resonaba hondo el suelo de la calle. Pisaba arrastrando zapatos desmesurados. Provocaba, al pasar, el ladrido de los perros supersticiosos.

    No puedo recordar el tema de su conversación. Sus ideas eran vagas, referentes a edad olvidada. Una vez solo, me esforzaba inútilmente dando sentido y contorno a sus palabras molestas.

    Los habitantes de mi ciudad, capital de un reino abolido, empezaron a hablar de espantajos y maravillas. Notaban la fuga de formas equívocas al despertar del sueño matinal.

    Insistían en el resentimiento de los antiguos reyes, olvidados en su catacumba.

    Reposaban en un valle, al pie de cerros tapizados de vegetación menuda, donde la luz y el aire divertían con variaciones de terciopelo verde.

    Yo me junté a la caterva de jóvenes animosos, esperanzados de reducir los difuntos, por medio de increpaciones, dentro de los límites de su reino indeciso.

    Nos acercamos a la puerta de la cripta y dudamos entrar. Sobrevino mi azaroso compañero y se nos adelantó resueltamente.

    Volvió en compañía de los reyes y de los héroes incorporados de su urna de piedra.

    Estábamos mudos de terror.

    Observé entonces, por primera vez, su faz enjuta, blanquiza, de cal.

    Acerté con su origen espantoso.

    Había desertado de entre los muertos.

autógrafo
José Antonio Ramos Sucre


«La torre del timón» (1925)

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