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ADOLFO BERRO

¡Ay del que ríe del ajeno llanto
y ve sin pena que el sepulcro encierra
joven lozano!

¡Yo también te perdí! La hojosa palma
que crece inmensa sobre yerma arena,
brinda el tesoro de su sombra amena
como los cielos su apacible calma.

Bajo sus ramas se cobija el bueno
cuando la tempestad se precipita,
y cuando más el huracán se agita,
siente sin miedo palpitar su seno.

Así al mirar que repentino rayo
rápido estalla y a la palma hiende,
yertas sus manos al Eterno tiende,
sellado el labio con mortal desmayo.

Por el desierto sus miradas gira,
el sol cual llamas en el rostro siente,
el aire empaña su lozana frente,
busca la palma, y de dolor suspira.

Así, mi Adolfo, contemplé creciendo
a las nubes tu alada inteligencia,
y burlando del tiempo la inclemencia
entre las tempestades floreciendo,

ofrecer con sus alas la bonanza
a los que han visto con la luz del día
la torpe mano de fortuna impía
ajar hasta el crisol de la esperanza;

profético enseñarles con tu mano
el iris bello de tu patrio cielo
y los verdes arbustos que en el suelo
crecen, burlando el huracán tirano.

Y en medio dellos al mirarte hermoso,
cual diamante entre perlas colocado,
te miro de repente arrebatado,
dejando negro el centro luminoso.

            Y en la callada
            fúnebre fosa,
            poner helada
            bajo la losa
la fuente que encerraba el fuego santo
de la sublime inspiración del canto.

      Que eras de los escogidos
      que cuando caen en el suelo
      han aprendido en el cielo
      del canto la majestad,
      y que traen en sus oídos,
      bullendo, las vibraciones
      de las celestes canciones
      que oye la divinidad.

      Y que traen en su cabeza,
      mezcladas con armonías,
      las valiosas pedrerías
      de los vates del Señor.
      Joyas de inmensa riqueza
      que por los labios asoman
      y que los hombres las toman
      sin conocer su valor.

      Pero al traer de los cielos
      el germen de poesía,
      de triste melancolía
      trajiste el germen también.
      Que es el poeta en los suelos
      lo que una lámpara bella:
      lumbre su frente destella
      y hay una sombra a su pie.

      Lo tumba Dios en el mundo
      sin denso velo en los ojos,
      y el mundo tan sólo abrojos
      le hace en su senda mirar.
      Sigue al destino iracundo,
      siempre a su seña lidiando,
      y es un bajel batallando
      con los ímpetus del mar.

      Así, mi Adolfo, tus versos,
      si eran gotas de licores
      perfumados con las flores
      de tu rica fantasía,
      también tus días adversos
      en ellas se reflejaban
      cuando hasta el alma llegaban
      del que apurarlas quería.

      Así, al mirar de tu vida
      la joven llama expirando
      y lentamente llegando
      tranquila a la eternidad,
      sin duda viste florida
      la copa de tu amargura,
      y en ella la esencia pura
      de eterna felicidad.

      Y viste entre nubes de oro
      rico alcázar esplendente,
      y una corona en tu frente
      con las palmas del Señor.
      Y viste el excelso coro
      que sobre estrellas camina,
      poner en tu arpa divina
      verde corona de amor.

      Y tus labios desplegando
      con una leve sonrisa,
      como una fragante brisa
      tu alma del pecho salió
      fragante, que palpitando
      cuando reinaba en tu vida,
      era un ámbar escondida
      dentro el cáliz de una flor.

Así, poeta, al decretar tu muerte
la poderosa mano que derrumba
como a la débil flor, la fuerte encina,
arrojó chispas de su luz divina
¡ay! en el hueco de tu yerta tumba.

Y al colocarte en su callado seno,
para cubrir con mármoles tu fosa,
miraste todo en derredor luciente
y que una llama de tu virgen frente
calentaba las letras de tu losa.

Descansa en ella. La mansión del bueno
es la tumba, no más. El Dios bondoso
ya recogió tu espíritu en sus manos,
y el blando corazón de tus hermanos
es el albergue de tu nombre hermoso.

El tembloroso suelo en que viviste,
si brota pechos como yerto acero,
otros también sensibles fecundiza...
A orillas del Vesubio, entre ceniza,
crece la vid y el verde naranjero.

2 de octubre de 1841

autógrafo

José Mármol


José Mármol

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