AL SOL
Salud, oh sol glorioso,
adorno de los cielos y hermosura,
fecundo padre de la lumbre pura;
oh rey, oh dios del día,
salud; tu luminoso
rápido carro guía
por el inmenso cielo,
hinchendo de tu gloria el bajo suelo.
Ya velado en vistosos
albores alzas la divina frente,
y las cándidas horas tu fulgente
corte alegres componen.
Tus caballos fogosos
a correr se disponen
por la rosada esfera
su inmensurable, sólita carrera.
Te sonríe la aurora,
y tus pasos precede, coronada
de luz, de grana y oro recamada.
Pliega su negro manto
la noche veladora;
rompen en dulce canto
las aves; cuanto alienta,
saltando de placer, tu pompa aumenta.
Todo, todo renace
del fúnebre letargo en que envolvía
la inmensa creación la noche fría.
La fuente se deshiela,
suelto el ganado pace,
libre el insecto vuela,
y el hombre se levanta
extático a admirar belleza tanta.
Mientras tú, derramando
tus vivíficos fuegos, las riscosas
montañas, las llanadas deliciosas,
y el ancho mar sonante
vas feliz colorando;
ni es el cielo bastante
a tu carrera ardiente
de las puertas del alba hasta occidente,
que en tu luz regalada,
más que el rayo veloz, todo lo inundas,
y en alas de oro rápido circundas
el ámbito del suelo;
el África tostada,
las regiones del hielo
y el Indo celebrado
son un punto en tu círculo dorado.
¡Oh, cuál vas! ¡cuán gloriosa
del cielo la alta cima enseñoreas,
lumbrera eterna, y con tu ardor recreas
cuanto vida y ser tiene!
Su ancho gremio amorosa
la tierra te previene;
sus gérmenes fecundas,
y en vivas flores súbito la inundas.
En la rauda corriente
del Oceano, en conyugales llamas
los monstruos feos de su abismo inflamas;
por la leona fiera
arde el león rugiente;
su pena lisonjera
canta el ave, y sonando
el insecto a su amada va buscando.
¡Oh Padre! ¡oh rey eterno
de la naturaleza! a ti la rosa,
gloria del campo, del favonio esposa,
debe aroma y colores,
y su racimo tierno
la vid, y sus olores
y almíbar tanta fruta
que en feudo el rico otoño te tributa.
Y a ti del caos umbrío
debió el salir la tierra tan hermosa,
y debió el agua su corriente undosa,
y en luz resplandeciente
brillar el aire frío,
cuando naciste ardiente
del tiempo el primer día,
¡oh de los astros gloria y alegría!
Que tú en profusa mano
tus celestiales y fecundas llamas,
fuente de vida, por doquier derramas,
con que súbito el suelo,
el inmenso Oceano
y el trasparente cielo
respiran: todo vive,
y nuevos seres sin cesar recibe.
Próvido así reparas
de la insaciable muerte los horrores;
las víctimas que lanzan sus furores
en la región sombría,
por ti a las luces claras
tornan del almo día,
y en sucesión segura,
de la vida el raudal eterno dura.
Si mueves la flamante
cabeza, ya en la nube el rayo ardiente
se enciende, horror al alma delincuente;
el pavoroso trueno
retumba horrisonante,
y de congoja lleno,
tiembla el mundo vecina
entre aguaceros su eternal ruina.
Y si en serena lumbre
arder velado quieres, en reposo
se aduerme el universo venturoso,
y el suelo reflorece.
La inmensa muchedumbre
ante ti desparece
de astros en la alta esfera,
donde arde sólo tu inexhausta hoguera.
De ella la lumbre pura
toma que al mundo plácida derrama
la luna, y Venus su brillante llama;
mas tu beldad gloriosa
no retires: oscura
la luna alzar no osa
su faz, y en hondo olvido
cae Venus, cual si nunca hubiera sido.
Pero ya fatigado
en el mar precipitas de occidente
tus flamígeras ruedas. ¡Cuál tu frente
se corona de rosas!
¡Qué velo nacarado!
¡Qué ráfagas vistosas
de viva luz recaman
el tendido horizonte, el mar inflaman!
La vista embebecida
puede mirar la desmayada lumbre
de tu inclinado disco; la ardua cumbre
de la opuesta montaña
la refleja encendida
y en púrpura se baña,
mientras la sombra oscura
cubriendo cae del mundo la hermosura.
¡Qué magia, qué ostentosas
decoraciones, qué agraciados juegos
hacen doquiera tus volubles fuegos!
El agua, de ellos llena,
arde en llamas vistosas,
y en su calma serena
pinta ¡oh pasmo! el instante
do al polo opuesto te hundes centellante.
¡Adiós, inmensa fuente
de luz, astro divino; adiós, hermoso
rey de los cielos, símbolo glorioso
del Excelso! y si ruego
a ti alcanza ferviente,
cantando tu almo fuego
me halle la muerte impía
a un postrer rayo de tu alegre día.
Juan Meléndez Valdés