A UNA PLAYA HOSPITALARIA
Oigo del mar la voz tempestuosa,
Y el corazón me late con dolor:
No es miedo vil lo que me aflije el pecho,
Sino un fatal y doloroso «adiós».
Adiós te doy, suelo extranjero, en donde
Puse distraído, indiferente, el pie;
Donde ora dejo la mitad del alma,
Y en donde amé por la postrera vez.
Pongo mi labio en tu arenal ardiente,
Suelo, te abrazo y lloro sobre ti,
Porque las huellas de su planta leve
Ella estampó para mi gloria aquí.
Decirte adiós, es apartarme de ella,
De ella la luz, la vida de mi ser,
La armonía más íntima de mi alma,
La ilusión más dorada que formé
Guárdamela; sobre sus bellos ojos
Jamás un grano de tu arena dé,
Ni el abrasado sol de tus veranos
Altere su hechicera palidez.
Mándala, sí, tus auras perfumadas
Con purísima esencia de azahar,
Y en la graciosa taza de sus labios
Depón la almíbar que tus bosques dan.
Brille tu cielo despejado ante ella,
Y entre celajes de oro aduerme al sol,
Para que viva en paz todos los días,
Y el rayo no la asuste el corazón.
Yo te lo pido, ablándete mi llanto.
¡Ah, si insensible me dijeras, no!
Levantando los ojos a otro mundo
Lo que te pido a ti pidiera a Dios.
Él la conoce, es su mejor hechura;
Quiso con ella su poder mostrar:
Y la hizo a semejanza de los seres
Que entre las nubes de su gloria están.
¡Ah, porque era perfecta no fue mía!
¡La conocí para decirle adiós!
Para amarla en secreto eternamente,
Y enlutar para siempre el corazón.
Juan María Gutiérrez