EL ARCO INVISIBLE DE VIÑALES
El doncel del mirador me muestra su estalactita,
me la muestra como a todo el que por allí transcurre, alaba.
Su nerviosa curiosidad se rompía cuando mostraba la estalactita,
como si la fuera a regalar. Cuando la acariciamos
con redorada lentitud, rompe para engendrar,
después de haber entregado y dejado acariciar la piedra,
dice: la suya vale diez céntimos.
Ahora él es como nosotros, se acerca al mirador
y se pierde después, después ya no está.
El muchacho vendedor de estalactitas, saltamontes,
antes de dormir repasa su castillo de cuello de cristal,
la botella llena de cocuyos donde guarda los diez céntimos,
los metales antiguos, las vacías columnas,
que ahora son serpentinas que rodean a los cocuyos,
a los cien cocuyos que tiran sus frentes
contra los vidrios oscuros, desdeñosos de la corrupción.
El paseo de regreso cala sus máscaras
y los faroles cambian sus cascadas,
después que el aguacero se sentó en su trono de diversidad.
Volvió a levantarse, sacudía sus piernas y sus cueros
recobraban la ternura paciente de donde salieron.
La luz de artificio abullonando el agua se queda como lagarto blanco.
Demetrio, hermoso de cejas, ciego fue a Egipto,
y el vendedor de estalactitas colocó la botella de cocuyos
debajo de la almohada, y ahora el orden y la sucesión
de aquella tierra de la almohada cada vez que recibía
escapado de la humedad al nuevo descanso,
era como si nos apoyáramos en el sueño esa agua de cocuyos.
En la botella también el severo multiplicador de los céntimos
y la magia de las monedas frente a la cárcel de los cocuyos.
En el alba, recién lavados, sólo los cocuyos alborozados en el rocío.
Durante el sueño del vendedor de estalactitas,
pasaron por debajo de su sueño:
el puente romano de un colchón deslavazado
y las maderas del cuadrado eran un trampolín para ser lanzados
al mar con la magia de las monedas.
Pasaron por debajo de su sueño:
el otro hermano, saltimbanqui picassista, con una lánguida nota azul;
la madre que abanicó la puerta para alejar a una lagartija;
el otro hijo, de risitas, sobre la nieve como los gatos.
Y la hermana que antes de ir a visitar a su soldado,
pasó por allí para no hacer ruido, para no despertar.
Le robaron la magia de las monedas,
las que sirven para coserlas en un traje
o para sumergir sus testas en harina.
El dinero con su agujero calzado al lado del coral.
Para no hacer ruido, fijos en la alacena de nopal joven
que suelta la cuchara de su copa pascual.
La cuchara deja su relieve en la cera del baile,
la copa de la alacena le sacude su rocío de cocuyos.
El nopal joven todavía no asimila las salteadas ironías del rocío.
Para no hacer ruido: que no vea la hoja húmeda sobre el encerado,
sino la cuchara con rocío de cocuyos dejando su relieve
en el encerado. La cucharilla y no la hoja
sobre la cera humedecida. En la alacena cae la hoja
y se desprende una cuchara, después arena, después la luna
abrillanta la cuchara, después las hojas y los días.
Para no despertar, la cinta, metro a metro, en sus plomadas,
rodea la espuma necesaria de humo que nos vuelca
y el martinete enterrado que se mueve lentamente.
Después nuestro cuerpo no está, pero la cinta
se mueve lentamente, lentísima, hacia su gruta.
El martinete asciende y recoge esas cintas rotas, desciende,
y desdeñoso ahora la rinde como flor.
Las monedas cosidas en su traje, baila y zumba
en la nostalgia feroz de sus escamas.
Sumando esas escamas logra su metamorfosis y la del aire.
Con mi piel cosida de monedas soy jabato, perezoso y gaviota,
para afirmar que la espuma no es lo que sobra
o que la espuma es un sueño o metamorfosis innecesaria.
La magia de las monedas no es el mismo tema que la fertilidad de las espumas,
ya que yo hablo sólo de las monedas cosidas en su traje
o de las que no tienen resonancia al caer en un piso de cera.
Los escudos y los rostros legañosos de harina, con aretes
de puntas de maní cruzan sus piernas en un relicario,
o ese juego de lanzar las monedas a la médula de la harina
y dejar una olvidada para la gruesa broma pascual.
Con el meñique en el carrillo el blando diosecillo lanza su bast6n de mando.
Coser la moneda y el coral, el sudoroso cordel de las fiebres,
el puntazo limpio y chabacano que lo cosió a una suerte.
Las cubetas lanzadas sobre la carne de coral
y el barquito que galopa sumando sus monedas.
Los pinos —venturosa región que se prolonga—,
del tamaño del hombre, breves y casuales,
encubren al guerrero bailarín conduciendo la luna
hasta el címbalo donde se deshace en caracoles y en nieblas,
que caen hacia los pinos que mueven sus acechos.
El enano pino y la esbeltez de la marcha, los címbalos y las hojas,
mueven por el llano la batalla hasta el alba.
Sus ojos, como un canario que se introduce,
atraviesan la pasta de los olores, remeros del sueño,
y cambiando los pinos por otros guerreros caídos de las hojas
—morada la muerte y el blanco cenizoso de un húmedo reverso—,
recorren sus destrezas y el guerrero que descuelga sus bandejas,
allí donde la luna entreabre el valle y cierra el portal.
El guerrero mueve los pinos y toca su acecho;
su oído, mano de los presagios, atraviesa los ríos,
donde el esbelto esconde su mandato con jícaras
que graban su hastío.
La mezcla de pinos enanos y los guerreros escondidos
detrás de esas hojas que comenzaron halagándolos con la igualdad de su tamaño,
y el completo valle por donde acecha su piel atigrada.
La innumerable participación de la brisa
en la cabellera de los pinos enanos y del guerrero
que ondula su piel, impulsa sus recuerdos
a otras batallas dormidas, a otras rendiciones
donde su esbeltez tocaba al hijo de Poro y no de Afrodita.
Estos guerreros escondidos detrás de las hojas elaboran
la terraza donde la brisa luna el escarabajo egipcio;
dormir es aquí también endurecerse cara al tiempo,
donde el cuerpo se embriaga cuando el aliento explora un nuevo círculo
y los címbalos dictan tan sólo la desaparición de las nubes.
El combate toca entre dos pausas aladas
y el sueño vuelve a retirar las alfombras donde parecía hilarse la muerte.
Una sorpresa igual a un color frenético es desechada,
los círculos guerreros están ansiosos de trocarse en espirales bailables,
pues la suerte de una batalla desapareció con el alba primera.
Los arcos en la mezcla de los pinos y esos dormidos militares,
son pulsados por la participación en sus instantes dobles;
las ondulaciones de ese arco son llamas que descargan en las hojas
y el oleaje como el círculo clavado del delfín.
Las espirales crecen en el círculo de los pinos enanos
y alcanzan su marina en el círculo del guerrero,
entre las flechas de los pinos y el sueño de las hojas.
En realidad, aquí el hombre no puede adormecer sus silencios,
pues no brota del puente de cuerdas y del látigo,
tiene que apoyarse detrás de colosales franjas de agua,
arder en la parrilla que no era para él,
o destacar un manto voluptuoso que no sirve
dejado caer sobre la colina de su cuerpo.
Tiene que cobrar un ademán, detrás de la cascada
que él no podrá mirar sin reproducir.
Las ondas del címbalo sumergido son también pétreas,
sin embargo, romper la sucesión de la piel en mustios apoyados ademanes,
era destruir los antiguos metales, los calderos asirios,
por una elaborada disociación de la brisa.
La harina que habría rodado por el perfil de los emperadores,
sustituía con su sembrada larga hilacha a los pinos del valle.
Pasaban por debajo del puente entresoñado:
largas espirales de harina surgida de los huevos del carnaval.
No hacían ruido en una felpa largamente arrugada,
como piedras de cobre con predominio del verde en la hilacha
áurea.
Nadie despertaba como queriendo ganar a nado la otra noche,
la suspensión del sueño era ágil como el varillaje de la gaviota,
como la quietud vigilante del martín pescador cuando clava sus ojillos entre dos bambúes.
Para no despertar el alba traía lluvia y la luna
enfriaba el juramento de los guerreros y secuestraba el metal al fuego.
Los guerreros llegaban y desaparecían con el antiguo traje
bordado de monedas, extraídos de la harina del almacén.
Eran dichosos porque la luna helaba las monedas
sobre su piel, en el secuestro del tintineo sobre la piel
del guerrero que se esbozaba o desaparecía.
Los címbalos querían decir la agudeza melancólica de la retirada,
de un combate que había entrecortado su inicio
y terminaba con los ropajes cosidos de monedas y corales,
sobre los guerreros que ganaban la otra noche.
Y el garzón del mirador muestra su estalactita:
la suya vale diez céntimos.
José Lezama Lima