BODAS DE ORO
(Al excelentísimo e ilustrísimo señor don Pedro Casas y Souto, obispo de Plasencia)
¿Que cante al virtuoso
sabio varón de corazón piadoso?
No es mi musa la musa cortesana
de palabra del miel y áureo ropaje
que quema incienso a la grandeza humana;
es la ruda aldeana
que va vestida con honesto traje,
cantando la virtud en el lenguaje
que le enseñó Naturaleza sana.
Y porque ella es así, porque es sincera,
porque no es lisonjera,
porque es del bien la enamorada ruda
cantando la virtud es vocinglera,
mas delante del héroe es hosca y muda.
Ni mi musa acaricia los sentidos
de los hombres henchidos
del viento de la gloria inmerecida,
ni desgarra con épicos sonidos
los austeros oídos
de los grandes humildes de la vida.
Es de almas sin decoro
plegar las alas ante el trono de oro
donde se asienta la soberbia humana,
y pulsando el laúd, rodilla en tierra,
quemar inciensos y cantar a coro
con las legiones de la gente vana.
Pero es mayor pecado
cantarle al justo la canción sonora,
que su virtud celebra,
en lengua seductora
de meliflua serpiente tentadora
a quien solo humildad su diente quiebra.
Arrullen los juglares
el trono del soberbio con cantares,
y la turba servil de aduladores
queme todo su incienso en los altares
donde honor y virtud no son señores.
Pero la musa honrada,
cuando penetre en el desnudo templo
del alma de un humilde, ore callada
y escuche en las honduras del ejemplo
la armonía del bien allí guardada.
Y luego de aprendida
la música de Dios, que a gloria suena,
requiera el arpa que a cantar convida
y ensaye en ella la canción serena
del alma recta, de virtud nutrida.
Mas no hiera el oído de los justos
con ditirambos de clamor liviano,
que en los senos de espíritus robustos
suenan a ruido vano.
¿Qué le place a los grandes corazones
un decir halagüeño,
si ellos moran en diáfanas regiones
donde el ídolo humano es muy pequeño,
la voz de la lisonja desabrida,
la trompa de la fama ronca y hueca,
pobre la falsa vida
y el mundo frágil como caña seca?
Las alas de la fama presurosa,
esta vez no engañosa,
también trajeron a mi abierto oído,
que lo oyó con deleite inenarrable,
el nombre esclarecido
del justo patriarca venerable.
Y así como el idólatra del oro
guarda siempre el tesoro
de su morada en el rincón oscuro,
yo de ese justo la adorable historia
escondí en el rincón de la memoria
donde suelo guardar todo lo puro.
Y en el silencio donde oculto he dado
a su santa humildad, nunca he clamado:
«¡Si supiera cantar almas tan santas!...»
Pero siempre muy quedo he murmurado:
«¡Si supiera imitar virtudes tantas!»
Palabras indiscretas,
qué hermosas habéis sido
mientras fuisteis sencillas y secretas
si osáis llegar al delicado oído
del venerable anciano
que sabe perdonar flaquezas tales,
decidle que sois hijas de un cristiano
y que amores filiales
os arrancaron del rincón arcano
donde estabais mejor que en las venales
alas del viento charlatán y vano.
Bien sé que en la armonía
que el justo oyera de la lira mía,
fuera gárrula música liviana,
hueca trompetería
que no conmueve la muralla ingente
de la humildad cristiana,
que escucha el alma del varón prudente.
Pero más que la estrofa detonante
con que el hijo leal celebre y cante
las altas prendas de su padre amado,
le place al padre amante
oír la apasionada melodía
del hijo enamorado
de la virtud que de nutrirlo ansía.
Venerable Pastor que has conducido
tu rebaño querido
hollando con tus plantas los abrojos,
por las ásperas cuestas de la vida:
tú, que ya ves con anhelantes ojos
la tierra prometida,
desde las cumbres del dorado ocaso
que ganas paso a paso
con santa majestad de alma elegida,
alza tus manos al clemente Cielo
y alcánzale a tus hijos el consuelo
de dilatar tu triste despedida.
¿No ves cómo te aman?
¿No escuchas cómo a coro
todos padre te llaman?
¿Oyes cómo te aclaman
celebrando tus puras bodas de oro?
¿No ves cómo a tus puertas,
siempre a la santa Caridad abiertas,
se agolpan, rumorosas,
las turbas de tus pobres, numerosas,
que pan y bendiciones
reciben de tus manos amorosas?
Ese rumor opaco y elocuente
que tu nombre amadísimo murmura
es el himno amoroso más ardiente
que de la humana gente
puede escuchar una conciencia pura.
El otro canto, el de la gloria humana,
ya sonará vibrante
cuando entres por las puertas de la Historia;
y otro más dulce que tu triunfo cante
cuando te abra el Señor las de su gloria.
José María Gabriel y Galán