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LA VIRGEN DE LA MONTAÑA

(A mi querido amigo el virtuoso sacerdote don Germán Fernández)

                        I

Era un día quejumbroso de diciembre ceniciento
cuando yo subí la cuesta de la mística mansión:
el que aquella cuesta sube con angustias de sediento,
baja rico de frescuras el ardiente corazón.

Era un día de diciembre. La ciudad estaba muerta
sobre el árido repecho calvo y frío del erial;
la ciudad estaba muda, la ciudad estaba yerta
sobre el yermo fustigado por el hálito invernal.

Los palacios y las torres de los viejos hombres idos
en el carro de los tiempos de las glorias y el honor,
dormitaban indolentes, indolentemente hundidos
de seniles impotencias en el lánguido sopor.

Era un día de infinitas y secretas amarguras
que a las almas resignadas se complacen en probar;
me apretaban las entrañas melancólicas ternuras
y membranzas dolorosas de los hijos y el hogar.

Me caían en la frente doloridos pensamientos
de esta trágica y oculta mansa pena de vivir;
me pesaban en el alma los mortales desalientos
de las pobres almas mudas, fatigadas de sentir.

Arrancaban de mi pecho melancolías piedades
y santísimos desdenes de confeso pecador;
la grotesca danza loca de las locas vanidades
que los hombres arrastramos de la fama en derredor.

Las ridículas miserias del orgullo pendenciero,
las efímeras victorias de los hombres del placer,
las groseras presunciones de los hombres del dinero,
las grotescas arrogancias de los hombres del poder...

Todo el mundo de las grandes epilépticas demencias,
todo el mundo de infortunios de la pobre Humanidad,
todo el mundo quejumbroso de mis íntimas dolencias
me pesaban en el alma con gigante gravedad.

Era un día de amarguras cuando yo subí la cuesta
de la alegre montañuela que veía yo a mis pies
desde aquella blanca ermita que asentaron en su cresta
como nidos de palomas en pimpollo de ciprés.

Como sábanas inmensas de longuísimos desiertos
se extendían, dominados por los brazos de la Cruz,
horizontes infinitos, infinitamente abiertos
al abrazo de los cielos y a los besos de la luz;

horizontes que pusieron en las niñas de mis ojos
la visión de la desnuda muda tierra en que nací;
tierras verdes de las siembras, tierras blancas de rastrojos,
tierras grises de barbechos... ¡Patria mía, yo te vi!

Me trajeron tu memoria las espléndidas anchuras
de las tierras y los cielos que se llegan a besar;
las severas desnudeces de las áridas llanuras,
las gigantes majestades de su grave reposar...

Y una pena que atraviesa por la médula del alma,
una pena que mi lengua nunca supo definir,
me invadió para robarme la serena augusta calma
que refrena, que preside los espasmos del sentir.

Pero a mí cuando la pena con su látigo me azota
no me arranca ni un lamento de grosera indignación;
por la misma herida abierta que caliente sangre brota,
brota el bálsamo tranquilo de la fe del corazón.

Y por eso cuando siento que rugiendo se adelanta
la borrasca detonante que me quiere aniquilar,
ni su rayo me acobarda, ni su estrépito me espanta
porque sé dónde arriarme, porque sé dónde mirar.

¡Madre mía, madre mía! Cuando aquella tarde brava
yo subía por la cuesta de tu mística mansión,
como el látigo del viento que la cara me cruzaba,
flagelaba el de la pena mi sensible corazón,

y por eso te miraba con aquella que conoces
tan recóndita mirada que te sé yo dirigir
cuando inician en mi pecho sus asaltos más feroces
las nostalgias taciturnas que me suelen afligir.

¡Madre mía!... Me contaron unos buenos caballeros,
moradores de tu hidalga y amadísima ciudad,
que son tuyos sus amores, y son suyos tus veneros
copiosísimos y santos de graciosa caridad:

me contaron episodios de la bella historia tuya,
dulcemente convivida con tu amante pueblo fiel;
me dijeron que era tuyo; me dijeron que eras suya,
que te daban bellas flores, que les dabas rica miel,

que el que suba aquella cuesta y en el pecho lleve agravios,
turbias aguas en los ojos y en los hombros dura cruz,
baja alegre sin la carga, con dulzuras en los labios,
con amores en el pecho y en los ojos mucha luz.

¡Madre mía, lo he gozado! Los dulcísimos instantes
que mis penas me tuvieron de rodillas ante Ti
fueron siglos de exquisitas dulcedumbres deleitantes
que los ríos de tus gracias derramaron sobre mí.

Y el oscuro peregrino que la cuesta de tu ermita
como cuesta de un calvario rendidísimo subió
con la carga de miserias que en los hombres deposita
la ceguera de una vida que entre polvo se vivió,

descendió de tu montaña con los ojos empapados
en aquella luz que hiende las negruras del morir,
y el espíritu sereno de los hombres resignados
que sonríen santamente con la pena de vivir.

¡Madre mía!, si esas mieles has tenido en tus veneros,
para el labio de un andante caballero de la fe,
¿qué tendrás en tu tesoro para aquellos caballeros
del hidalgo pueblo noble que es alfombra de tu pie?

                        II

Bellísima cacereña,
hija del sol que te baña:
¡la Virgen de la Montaña
te guarde, niña trigueña!

Te habrán dicho los espejos
que son tus labios muy rojos,
que son muy negros tus ojos,
que fuego son tus reflejos,

que son tus trenzas dos lindas
cadenas de amor ardientes,
que son perlitas tus dientes
y tus mejillas son guindas.

Te habrá dicho ese indiscreto
cortesano de mujeres
todo lo hermosa que eres,
porque él no guarda un secreto.

Y un funesto genio alado,
sátiro, flaco y viscoso,
murciélago tenebroso,
tras los espejos posado,

te habrá cantado: "¡Oh mujer!,
¿qué reina Venus mejor
para la corte de amor
donde el rey es el placer?"

Y yo que te adoro tanto;
yo que te quiero más bella
que la loca reina aquella,
de esta manera te canto:

¡Qué angelical ermitaña
tuviera en ti, cacereña,
para su ermita risueña
la Virgen de la Montaña!

¿Ves la poética ermita
que irradia blancos reflejos?
Pues no la busques más lejos,
que allí la belleza habita.

Linda garza y ribereña:
levanta el gallardo vuelo,
que estás más cerca del cielo
posada en aquella peña.

Vive tu propio vivir,
deja del valle la hondura,
que si alas te dio Natura
te las dio para subir.

Sube a la mística loma,
que no hay mansión deleitable
más llena de paz amable
que el nido de una paloma.

Sube, que yo, cuando subes
por ese atajo risueño,
gentil alondra te sueño,
que va a cantar a las nubes.

Sube, preciosa ermitaña,
que algo que no da Natura
se lo dará a tu hermosura
la Virgen de la Montaña.

Que aunque el espejo te cuente
que son tus labios muy rojos,
que son muy negros tus ojos
y que es divina tu frente,

nunca, con ruda franqueza
de amigo que se delata,
te dirá que él no retrata
lo mejor de la belleza.

Yo puedo darte un consejo,
pues digo verdad si digo
que soy más honrado amigo
que el sátiro y el espejo,

y sé mejor que los dos
cuáles son las más graciosas,
cuáles las más bellas cosas
que puso en el mundo Dios.

¿No sabes que los poetas
vivimos siempre cantando,
de la belleza buscando,
siempre las claves secretas?

¿Y no sabes tú, paloma,
que no nos placen las flores
ricas en vivos colores
y pobres en rico aroma?

¡Pues sube, linda ermitaña,
que algo que no da Natura
se lo dará a tu hermosura
la Virgen de la Montaña!

Todos los años, estrella,
sé que subís a su ermita
y le hacéis una visita
tú y la primavera bella,

y yo, que vivo buscando
bellas cosas que cantar,
tal visita al recordar
suelo decir suspirando:

¡Será un cielo aquella sierra
cuando, levantando el vuelo,
visiten a la del cielo
las vírgenes de la tierra!...

autógrafo

José María Gabriel y Galán


«Religiosas» (1906)

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