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AMOR

La muerte con sus soplos heladores
apagó unos amores
que fueron viva y rutilante llama;
y la copa de hiel de mis dolores
me hizo decir: «¡Feliz el que no ama!»

Y huí cobardemente,
vertiendo sangre de la abierta herida,
en busca de un rincón —¡pobre demente!—
donde no hubiera amor y hubiera vida.

En un repliegue de la sierra brava
la pobre choza del pastor estaba,
y del rústico albergue en los umbrales
una pobre mujer canturreaba
dulcísimas tonadas guturales.

Un angelillo humano
que estatuilla de bronce parecía,
fruto de sierra vigoroso y sano,
escuchaba el salvaje canto llano
de la ruda mujer, y se dormía...

Y un hombre gigantesco, otra escultura
de faz de bronce y de mirada dura,
un solitario de la sierra brava,
un hijo de los riscos,
con traje de pellejo que exhalaba
efluvios de varón y olor de apriscos,
al niño, embebecido, contemplaba;

y de sus ojos el mirar ceñudo,
a medida que plácido se hundía
en aquel idolillo hermoso y rudo,
se iba quedando ante el amor desnudo
y en caricia ideal se convertía...
¡Era un nido de amores
la choza de los rústicos pastores!

En la cumbre del páramo vacío
vi la fábrica ingente de un convento,
y a acogerme corrí dentro el sombrío
grandioso monumento.

Y en las penumbras vanas
de sus místicas cárceles oscuras,
una legión de vírgenes humanas,
blanca bandada de palomas puras,
los ojos elevando a las alturas,
que sus castas miradas atraían,
con plañideras voces temblorosas
cantaban y decían:
—¡Jesús! ¡Jesús!... ¡Te adoran tus esposas!
¡Tus esposas te adoran!... -repetían.

Crucé meditabundo
la llanura monótona y desierta...,
un pedazo de mundo
donde la vida se imagina muerta.
Era un silencio como el mar profundo,
era un ambiente de infinita calma,
era un dogal para la asfixia hecho,
era una pena que mataba el alma,
era una angustia que mataba el pecho.

Solo en la lejanía
un minúsculo punto se movía...
tal vez un hombre que escapó al desierto,
cobarde, como yo, y allí vivía
porque todo en redor estaba muerto.
Busqué su compañía,
como un marido derrotado, el puerto;
era un gañán que araba
la tierra fértil de la gris llanura
que yo me imaginaba
páramo estéril, infecunda grava,
polvo de sepultura...

Y con una tristísima dulzura
que convidaba a padecer dolores,
vibró la voz del rudo campesino
y este cantar de amores
llevó la brisa hasta el lugar vecino:
Te quiero más que a mi vida,
más que a mi padre y mi madre,
y si no fuera pecado,
más que a la Virgen del Carmen.

¡Aquí no hablan de amor! -dije a las puertas
del de los muertos olvidado asilo;
y por sus calles frías y desiertas,
triste vagué, pero vagué tranquilo.

Y en losas sepulcrales,
y en coronas, y en urnas funerales,
y en criptas que guardaban los despojos
de olvidados mortales.
«¡Amor, amor, amor!», leían mis ojos,
¡Mentira! —dije, ¡Soledad y olvido!
Los vivos, ¿dónde están? ¡Están viviendo!...

Y de allá, del rincón más escondido,
¡trajo el aire un acento dolorido
de humano pecho que se abrió gimiendo!,
era una pobre anciana que tenía
calentura de amor con desvarío
y ante un sepulcro frío,
temblando de dolor, así decía:
—¡No estás solo, hijo mío!
¡Te acompaña el dolor del alma mía!

Pasé después por la gentil pradera
y vi las dulces retozonas luchas
del terreno precoz con la ternera;
y en la fría corriente regadera
vi los saltos nerviosos de las truchas,
y rasando los prados amarillos,
unidas vi volar dos mariposas,
y de floridas zarzas espinosas,
posados en los móviles arquillos,
abiertos los piquillos
y tendidas las alas temblorosas,
volaban, sin volar, los pajarillos...,
y las brisas errantes que pasaban
en sus alas llevaban
ritmos de vida, música de amores,
aromas de salud, polen de flores...
¡Yo me embriagué! Las puertas del sentido
y del alma las puertas,
tomé a poner frente al vivir abiertas,
llamé al amor y me entregué rendido.

Y la sombra querida
que en el sepulcro abandoné en mi huida,
surgiendo luminosa,
surgiendo agradecida,
me dijo que el amor era la cosa
más bella de la vida;
me dijo que el amor era más fuerte,
más grande que la muerte;
me dijo que las almas que se adoran
el roto lazo de su unión no lloran,
porque el beso ideal de la constancia
se lo dan a través de los abismos
de la tumba, del tiempo y la distancia;
me dijo que la vida en el desierto
es cobarde vivir de un vivo muerto;
me dijo que a lo largo del camino
de un hondo amor a quien hirió el destino
las penas son ternuras,
las nostalgias del bien son poesía,
las lágrimas tranquilas son dulzura,
la soledad del alma es compañía...

Y me dijo también: «La vida es bella,
si en ella descubrieses, tras mi huella,
la honda belleza de que está nutrida
y me quieres amar.... ama la vida
que a Dios y a mí nos amarás en ella».

autógrafo

José María Gabriel y Galán


«Campesinas» (1904)

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