LA CRUZ DE LA MONTAÑA
O crux, ave, spes unica.
Heme al pie de tu altar, ya prosternado,
Musgosa Cruz , silvestre y solitaria;
Heme aquí ya, gimiendo en mi plegaria,
Convulso de dolor, desesperado.
Me acojo a ti, porque me cansa el mundo;
Falto de fe, vacilo y me confundo...
¡Vengo a buscar en la congoja mía
La dulce paz de tu montaña umbría!
Un tiempo, en mi niñez pobre y serena;
Mi idolatrada madre, dulce y buena,
De un apóstol la historia me contaba,
Y a quien Jesús de Nazareth llamaba.
Santa misión de amor le inspiró el cielo;
Paz y amor predicó, y en el Calvario
Al morir, trocó en signo de consuelo
El leño de la Cruz , patibulario.
Desde entonces ¡oh Cruz! cuando en mi frente
El surco apareció de la tristeza,
Corrí a tu altar, humilde y reverente ,
A inclinar afligido mi cabeza,
Y de mi llanto a desatar la fuente.
Y hallaron siempre alivio mis dolores;
Siempre el aliento de la fe volviera
A mi nublado cielo sus colores,
Y al árbol de mi dicha, con sus flores,
Su gallardo esplendor de primavera .
Mas ¡ay de mí! tras mis primeros años
Vinieron en tropel tétricas horas;
Vino otra edad de negros desengaños;
Y a la luz de sus pálidas auroras,
He inclinado la faz entristecida,
Al mirar cuál tornó mustio y sombrío
El panorama inmenso de mi vida
La dura mano del destino mío.
Ya no habitaba entonces mi cabaña,
Ni vivía la madre tierna y pura
Que me enseñó a adorar en la montaña
O en el fresco vergel de la llanura,
La Cruz agreste que el pastor venera,
Y que tiene por techo los espacios,
Y por eterna alfombra la pradera .
Yo estaba en la ciudad... allí el creyente
Busca los grande s templos suntüosos
De columnas de mármol esplendente,
De ricos artesones primorosos,
De altares de marfil... quiere embriagarse
En la nube de aromas que se exhala
De los fulgentes incensarios de oro,
Y adormecer sus lánguidos sentidos
A los ecos del órgano sonoro,
De la profana música remedo;
Fariseo sensual y sibarita,
Quiere adorar a Dios como el levita
O como el vil pontífice pagano.
¿Yo prosternarme allí? ¿yo ser cristiano
Con ese culto hipócrita? ¡no puedo!
Y vine a verte en la montaña oscura,
Aquí en las altas rocas solitarias
Del venerable bosque en la espesura;
Vengo a verter el llanto de amargura
Al murmurar mis férvidas plegarias.
Por fin ya te encontré, ¡signo sublime!
Virgen de humillación, como quería;
Cual te buscaba siempre el alma mía,
Que tanto y tanto la desgracia oprime.
¡Oh! tú no tienes los altares de oro
Que aquella gente hipócrita venera,
Ni aquí resuena el órgano sonoro,
Ni el perfumado cirio reverbera;
Pobre te alzas aquí... mas yo te adoro
Con el cariño de mi fe primera .
No tienes más adorno que las flores
Que el inocente leñador cortara
De los esbeltos juncos cimbradores
Para alfombrar el césped de tu ara
O de campestres lirios, la cadena
Que pastora infeliz ofreció pía,
Cuando con labio trémulo pedía
Tu protección en su amorosa pena.
Te da sus perlas la naciente aurora
En argentada lluvia de rocío,
Del iris con las tintas te colora
El sol de las mañanas del estío;
La piedra de tu altar, arrulladora
Lame la blanca linfa de ese río,
Que va después entre la selva oscura
El soto a fecundar y la llanura.
Cantan aquí sus himnos perennales
La enamorada tórtola inocente,
Y el alegre centzontli, y los turpiales
En los enmarañados bejucales
Y en la verde espadaña del torrente,
Mientras que de los riscos, espumantes
Gimen las roncas aguas, despeñadas,
En sus grutas de pórfido encerradas.
Tú eres humilde, ¡oh Cruz! pero estás pura;
Aquí no llega el corrompido aliento
Del mundo vil, ni el bacanal acento
Que alza la humanidad en su locura.
Tú eres muy pobre ¡oh Cruz! pero elocuente
Me hablas ahora, como hablar solías
Al ardoroso apóstol, al creyente
Que te adoraba en los antiguos días.
Así te quiso el Redentor del mundo,
Que te escogió en el bosque centenario
Par a abrazarte con dolor profundo
En su santo martirio del Calvario.
Y así debes estar, entre tus flores,
En tus añosos bosques escondidos,
Consolando los tímidos dolores,
Aliviando los pechos oprimidos.
¡Santa y sublime Cruz! ¡soy desdichado!
Ruge la tempestad de los pesares
Dentro mi corazón desesperado.
¡Vengo a buscar consuelo en tus altares!
Dame de mi niñez blando el sosiego;
Que vuelva al corazón la antigua calma;
¡Consuelo del cristiano, te lo ruego!
Yo tengo mustia y dolorida el alma.
Yo quiero aquí olvidar; busco un asilo
En ti, mi dulce y única esperanza;
Aquí en tu altar descansaré tranquilo;
Aquí hallaré la paz y la bonanza.
Y cuando enlute el velo funerario
Mi triste frente, y al dolor sucumba,
Tú, Cruz humilde, cubrirás mi osario,
Y tus violetas ornarán mi tumba.
1859.
Ignacio Manuel Altamirano