LA INSOLACIÓN
El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio
con paso recto y perezoso. Se detuvo en la linde del pasto,
estiró al monte, entrecerrando los ojos, la nariz
vibrátil, y se sentó tranquilo. Veía la
monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y
monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el
negro del monte. Este cerraba el horizonte, a doscientos metros, por
tres lados de la chacra. Hacia el oeste, el campo se ensanchaba y
extendía en abra, pero que la ineludible línea
sombría enmarcaba a lo lejos.
A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a
mediodía, adquiría reposada nitidez. No había una
nube ni un soplo de viento. Bajo la calma del cielo plateado, el campo
emanaba tónica frescura que traía al alma pensativa, ante
la certeza de otro día de seca, melancolías de mejor
compensado trabajo.
Milk, el padre del cachorro, cruzó a su vez el patio y se
sentó al lado de aquél, con perezoso quejido de
bienestar. Ambos permanecían inmóviles, pues aun no
había moscas.
Old, que miraba hacía rato la vera del monte, observó:
—La mañana es fresca.
Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista
fija, parpadeando distraído. Después de un rato dijo:
—En aquel árbol hay dos halcones.
Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba, y continuaron
mirando por costumbre las cosas.
Entretanto, el oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el
horizonte había perdido ya su matinal precisión. Milk
cruzó las patas delanteras y al hacerlo sintió leve
dolor. Miró sus dedos sin moverse, decidiéndose por fin a
olfatearlos. El día anterior se había sacado un pique, y
en recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente el dedo enfermo.
—No podía caminar —exclamó, en conclusión.
—Old no comprendió a qué se refería, Milk agregó:
—Hay muchos piques.
Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su cuenta, después de largo rato:
—Hay muchos piques.
Uno y otro callaron de nuevo, convencidos.
El sol salió; y en el primer baño de su luz, las pavas
del monte lanzaron al aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga.
Los perros, dorados al sol oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando
su molicie en beato pestañeo. Poco a poco la pareja
aumentó con la llegada de los otros compañeros: Dick, el
taciturno preferido; Prince, cuyo labio superior partido por un
coatí, dejaba ver los dientes; e Isondú, de nombre
indígena. Los cinco fox—terriers, tendidos y beatos de
bienestar, durmieron.
Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del
bizarro rancho de dos pisos —el inferior de barro y el alto de madera,
con corredores y baranda de chalet—, habían sentido los pasos de
su dueño que bajaba la escalera.
Míster Jones, la toalla al hombro, se detuvo un momento en la
esquina del rancho y miró e1 sol, alto ya. Tenía
aún la mirada muerta y el labio pendiente tras su solitaria
velada de whisky, más prolongada que las habituales.
Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas,
meneando con pereza el rabo. Como las fieras amaestradas, los perros
conocen el menor indicio de borrachera en su amo. Alejáronse con
lentitud a echarse de nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo
presto abandonar aquél, por la sombra de los corredores.
El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes; seco,
límpido, con catorce horas de sol calcinante que parecía
mantener el cielo en fusión, y que en un instante resquebrajaba
la tierra mojada en costras blanquecinas. Míster Jones fue a la
chacra, miró el trabajo del día anterior y retornó
al rancho. En toda esa mañana no hizo nada. Almorzó y
subió a dormir la siesta.
Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la
hora de fuego, pues los yuyos no dejaban el algodonal. Tras ellos
fueron los perros, muy amigos del cultivo desde el invierno pasado,
cuando aprendieron a disputar a los halcones los gusanos blancos que
levantaba el arado. Cada perro se echó bajo un algodonero,
acompañando con su jadeo los golpes sordos de la azada.
Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y
encegueciente de sol, el aire vibraba a todos lados, dañando la
vista. La tierra removida exhalaba vaho de horno, que los peones
soportaban sobre la cabeza, envuelta hasta las orejas en el flotante
pañuelo, con el mutismo de sus trabajos de chacra. Los perros
cambiaban a cada rato de planta, en procura de más fresca
sombra. Tendíanse a lo largo, pero la fatiga los obligaba a
sentarse sobre las patas traseras para respirar mejor.
Reverberaba ahora delante de ellos un pequeño páramo de
greda que ni siquiera se había intentado arar. Allí, el
cachorro vio de pronto a míster Jones sentado sobre un tronco,
que lo miraba fijamente. Old se puso en pie meneando el rabo. Los otros
levantáronse también, pero erizados.
—Es el patrón —dijo el cachorro, sorprendido de la actitud de aquéllos.
—No, no es él —replicó Dick.
Los cuatro perros estaban apiñados gruñendo sordamente,
sin apartar los ojos de míster Jones, que continuaba
inmóvil, mirándolos. El cachorro, incrédulo, fue a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:
—No es él, es la Muerte.
El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.
—¿Es el patrón muerto? —preguntó ansiosamente.
Los otros, sin responderle, rompieron a ladrar con furia, siempre en actitud en actitud temerosa. Pero míster Jones se desvanecía ya en el aire ondulante.
—Al oír ladridos, los peones habían levantado la vista, sin distinguir nada.
Giraron la cabeza para ver si había entrado algún caballo en la chacra, y se doblaron de nuevo.
Los fox—terriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizado
aún, se adelantaba y retrocedía con cortos trotes
nerviosos, y supo de la experiencia de sus compañeros que cuando una cosa va a morir, aparece antes.
—¿Y cómo saben que ese que vimos no era el patrón vivo? —preguntó.
—Porque no era él —le respondieron displicentes.
¡Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las
miserias, las patadas, estaba sobre ellos! Pasaron el resto de la tarde
al lado de su patrón, sombríos y alerta. Al menor ruido
gruñían, sin saber hacia dónde.
Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en
la calma de la noche plateada, los perros se estacionaron alrededor del
rancho, en cuyo piso alto míster Jones recomenzaba su velada de
whisky. A medianoche oyeron sus pasos, luego la caída de las
botas en el piso de tablas, y la luz se apagó. Los perros,
entonces, sintieron más el próximo cambio de
dueño, y solos, al pie de la casa dormida, comenzaron a llorar.
Lloraban en coro, volcando sus sollozos convulsivos y secos, como
masticados, en un aullido de desolación, que la voz cazadora de
Prince sostenía, mientras los otros tomaban el sollozo de nuevo.
El cachorro sólo podía ladrar. La noche avanzaba, y los
cuatro perros de edad, agrupados a la luz de la luna, el hocico
extendido e hinchado de lamentos —bien alimentados y acariciados por el
dueño que iban a perder—, continuaban llorando a lo alto su
doméstica miseria.
A la mañana siguiente míster Jones fue él mismo a
buscar las mulas y las unció a la carpidora, trabajando hasta
las nueve. No estaba satisfecho, sin embargo. Fuera de que la tierra no
había sido nunca bien rastreada, las cuchillas no tenían
filo, y con el paso rápido de las mulas, la carpidora saltaba.
Volvió con ésta y afiló sus rejas; pero un
tornillo en que ya al comprar la máquina había notado una
falla, se rompió al armarla. Mandó un peón al
obraje próximo, recomendándole cuidara del caballo, un
buen animal pero asoleado. Alzó la cabeza al sol fundente de
mediodía, e insistió en que galopara ni un momento.
Almorzó enseguida y subió. Los perros, que en la
mañana no habían dejado un segundo a su patrón, se
quedaron en los corredores.
La siesta pesaba, agobiada de luz y silencio. Todo el contorno estaba
brumoso por las quemazones. Alrededor del rancho la tierra blanquizca
del patio deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse en
trémulo hervor, que adormecía los ojos parpadeantes de
los fox—terriers.
—No ha aparecido más —dijo Milk.
Old, al oír aparecido, levantó vivamente las orejas.
Incitado por la evocación, el cachorro se puso en pie y
ladró, buscando a qué. Al rato calló,
entregándose con sus compañeros a su defensiva
cacería de moscas.
—No vino más —agregó Isondú.
—Había una lagartija bajo el raigón —recordó por
primera vez Prince.
Una gallina, el pico abierto y las alas apartadas del cuerpo,
cruzó el patio incandescente con su pesado trote de calor.
Prince la siguió perezosamente con la vista, y saltó de golpe.
—¡Viene otra vez! —gritó.
Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido
el peón. Los perros se arquearon sobre las patas, ladrando con
furia a la Muerte que se acercaba. El caballo caminaba con la cabeza
baja, aparentemente indeciso sobre el rumbo que debía seguir. Al
pasar frente al rancho dio unos cuantos pasos en dirección al
pozo, y se desvaneció progresivamente en la cruda luz.
Míster Jones bajó: no tenía sueño.
Disponíase a proseguir el montaje de la carpidora, cuando vio
llegar inesperadamente al peón a caballo. A pesar de su orden,
tenía que haber galopado para volver a esa hora. Apenas libre y
concluida su misión, el pobre caballo, en cuyos ijares era
imposible contar los latidos, tembló agachando la cabeza, y
cayó de costado. Míster Jones mandó a la chacra,
todavía de sombrero y rebenque, al peón para no echarlo
si continuaba oyendo sus jesuíticas disculpas.
Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su
patrón, se había conformado con el caballo.
Sentíanse alegres, libres de preocupación, y en
consecuencia disponíanse a ir a la chacra tras el peón,
cuando oyeron a míster Jones que le gritaba, pidiéndole
el tornillo. No había tornillo: el almacén estaba
cerrado, el encargado dormía, etc. Míster Jones, sin
replicar, descolgó su casco y salió él mismo en
busca del utensilio.
Resistía el sol como un peón, y el paseo era maravilloso contra su mal humor.
Los perros salieron con él, pero se detuvieron a la sombra del
primer algarrobo; hacía demasiado calor. Desde allí,
firmes en las patas, el ceño contraído y atento,
veían alejarse a su patrón. Al fin el temor a la soledad
pudo más, y con agobiado trote siguieron tras él.
Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar
distancia, desde luego, evitando la polvorienta curva del camino,
marchó en línea recta a su chacra. Llegó al riacho
y se internó en el pajonal, el diluviano pajonal del Saladito,
que ha crecido, secado y retoñado desde que hay paja en el
mundo, sin conocer fuego.
Las matas, arqueadas en bóveda a la altura del pecho, se
entrelazan en bloques macizos. La tarea de cruzarlo, seria ya con
día fresco, era muy dura a esa hora.
Míster Jones lo atravesó, sin embargo, braceando entre la
paja restallante y polvorienta por el barro que dejaban las crecientes,
ahogado de fatiga y acres vahos de nitratos.
Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible
permanecer quieto bajo ese sol y ese cansancio. Marchó de nuevo.
Al calor quemante que crecía sin cesar desde tres días
atrás, agregábase ahora el sofocamiento del tiempo
descompuesto. El cielo estaba blanco y no se sentía un soplo de
viento. El aire faltaba, con angustia cardíaca que no
permitía concluir la respiración.
Míster Jones adquirió el convencimiento de que
había traspasado su límite de resistencia. Desde
hacía rato le golpeaba en los oídos el latido de las carótidas.
Sentíase en el aire, como si de dentro de la cabeza le empujaran
el cráneo hacia arriba. Se marcaba mirando el pasto.
Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez... Y de pronto
volvió en sí y se halló en distinto paraje:
había caminado media cuadra sin darse cuenta de nada.
Miró atrás, y la cabeza se le fue en nuevo vértigo.
Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda
la lengua de fuera. A veces, asfixiados, deteníanse en la sombra
de un espartillo; se sentaban precipitando su jadeo, para volver
enseguida al tormento del sol. Al fin, como la casa estaba ya
próxima, apuraron el trote.
Fue en ese momento cuando Old, que iba adelante, vio tras el alambrado
de la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba
hacia ellos. El cachorro, con súbito recuerdo, volvió la
cabeza a su patrón y confrontó.
—¡La Muerte, la Muerte! —aulló.
Los otros lo habían visto también, y ladraban erizados.
Vieron que míster Jones atravesaba el alambrado y, por un
instante creyeron que se iba a equivocar; pero al llegar a cien metros
se detuvo, miró el grupo con sus ojos celestes, y marchó adelante.
—¡Qué no camine ligero el patrón! —exclamó Prince.
—¡Va a tropezar con él! —aullaron todos.
En efecto, el otro, tras breve hesitación, había
avanzado, pero no directamente sobre ellos como antes, sino en
línea oblicua y en apariencia errónea, pero que
debía llevarlo justo al encuentro de míster Jones. Los
perros comprendieron que esta vez todo concluía, porque su
patrón continuaba caminando a igual paso, como un
autómata, sin darse cuenta de nada. El otro llegaba ya. Los
perros hundieron el rabo y corrieron de costado, aullando. Pasó
un segundo, y el encuentro se produjo. Míster Jones se detuvo,
giró sobre sí mismo y se desplomó.
Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron aprisa al rancho, pero fue
inútil toda el agua; murió sin volver en sí.
Míster Moore, su hermano materno, fue allá desde Buenos
Aires, estuvo una hora en la chacra y en cuatro días
liquidó todo, volviéndose enseguida al sur. Los indios se
repartieron los perros, que vivieron en adelante flacos y sarnosos, e
iban todas las noches con hambriento sigilo a robar espigas de
maíz en las chacras ajenas.
Horacio Quiroga