LAS ADIVINAS
Cada piel se baña en su desnudez, la Juana
se baña en su desnudez
salada, la prima de la Juana
sin más música que la de su pelo, la madre
de la Juana aceitosa
y deseosa como habrá sido, las cerradas
y las adiestradas de la casa de enfrente, las perdidas
y las forasteras sin mancha, las vistosas
de seda y organdí de 6
a 7 se bañan.
En hombre es como adelgazan su figura, en olor de hombre
se paran en las esquinas, anclan
en los bares de los suburbios, fuman un tabaco
religioso para airear la Especie, son
blancas por dentro y guardan
una flor que preservan por penitencia, la Urbe
es la perdición, ellas no son la perdición, nadan
en la marea de los taxis de Este a
Oeste, conocieron
los laberintos de Etruria mucho antes que Roma,
mucho antes.
Además son locas, dejan
corriendo el agua y ríen, sangran
y ríen, se amapolan
y ríen, cuentan las sílabas
de los meses y ríen, bailan
y ríen, se perfuman, se
desperfuman y ríen, sollozan
y ríen, adoran la vitrina.
Lo que pasa es que no
duermen y andan todas ojerosas
por muy fascinadas e imantadas de un cuerpo a
otro cuerpo en un servicio
casi litúrgico de ablución
en ablución y eso cansa
de Nínive a New York siglos y
siglos, desvestirse y
vestirse de precipicio en precipicio cansa, predecir
la misma carta del naipe en la misma convulsión
de hilaridad en hilaridad en el mismo
abismo del orgasmo cansa.
Preferible salir rápido de la fiesta, comprar
diez metros de oro de alambre de ébano
y marfil en el mercado
polvoriento: con ese alambre
y ese polvo hacer un reloj
de polvo, quemar
encima incienso propicio al vaticinio, dejar
que eso se seque, no importa el humo, las
pestañas. Toda puta
resplandece. La
Juana y su parentela no son
las únicas. Baudelaire
vio por dentro a Juana.
Gonzalo Rojas