EL ALUMBRADO
Acostumbra el hombre hablar con su cuerpo, ojear
su ojo, orejear diamantino
su oreja, naricear
cartílago adentro el plazo de su
aire, y así ojeando orejeando la
no persona que anda en el crecimiento
de sus días últimos, acostumbra
callar.
A la cerrazón sigue el diálogo con las abejas
para espantar la vejez; las convoca,
las inventa si no están, les dice palabras que no figuran,
las desafía a ser ocio;
ocio para ser, insiste convincente. Las otras
lo miran.
Después viene el párrafo de airear el sepulcro y
recurre a la experiencia limítrofe del cajón. Se mete en
el cajón,
cierra bien la tapa de vidrio.
Sueña que tiene 23 y va entrando en la rueda de las
encarnaciones.
¿Por qué 23? La aguja de imantar no dice el número.
Sueña que es cuarzo, de un lila casi transparente.
Lo cierto es que llueve. Pensamiento o
liturgia, lo cierto es que llueve. Gaviotas
milenarias de agua amniótica
es lo que llueve. Sale entonces la oreja
de adentro de su oreja, la nariz
de su nariz, el ojo
de su ojo: sale el hombre de su hombre.
Se oye uno en él hablar.
Gonzalo Rojas