CÁNCER
Cuando te conocí, por vez primera las águilas
sentían volar motores a propulsión de hidrógeno.
Y entendieron que el hombre las había vencido.
Nosotros, obstinadas células vegetales
permanecimos fieles al carbono y al gluten.
Las guacamayas y oropéndolas del Amazonas rauco
se columpiaban en los manglares de nuestra mocedad.
Sin comprenderlo, mi caballo simulaba el de Atila
y las madreselvas padecieron a mis pies.
Amaba tus codicias, tus ojos de anaconda,
la tersura de sal de tus senos amargos
y el rescoldo amarillo de tu piel traicionera.
Para nosotros, existir fue emboscar a la vida,
lo mismo que el samuro y el caimán en los pantanos.
Beber las emulsiones botánicas
y acostar en la sombra nuestro orgasmo sexívoro.
Un día me dijiste: hay una estrella misteriosa
que en las colinas de mi pecho duele.
¡Y era verdad, oh dios de las legumbres: el lucero
del cáncer rencoroso estaba allí!
De sus núcleos endógenos salía
hiel de las fauces de la cobra calva.
Lancé un gemido sordo de gorila en cadenas.
Olí impotables ríos nacer de mis riñones.
Aletazos de buitres y el zumbar de mil flechas,
contra mí disparadas por un indio antropófago.
No pudo el sol salvarte con sus rayos infragamma!
¡adiós, alondra-caballar, caprino citarista!,
me gritaste aturdiéndome.
¡Fue tu final aullido
de blasfemante perra cancerosa!
Después, rodaste al fondo de estéril sepultura,
perseguida por larvas y escorpiones.
Caíste con el ruido que produce en el silencio
de una alcancía la moneda rota.
Huí de ese reducto de iguanas pestilentes
y guaramos febriles.
Y yo, lector de infolios con metáforas
azules como abejas de cianuro,
me sumergí en un cuarto de paredes sacrílegas,
a sufrir como sólo la piedra ha sufrido;
a llorar como sólo la nube ha llorado
y a explorar con ojos ignorantes
el Panegírico de la Locura,
de Erasmo de Rotterdam.
Germán Pardo García