EPÍSTOLA DÉCIMA
A BERMUDO SOBRE LOS VANOS DESEOS Y ESTUDIO DE LOS HOMBRES
Sus: alerta, Bermudo, y pon en vela
tu corazón. Rabiosa la fortuna
le acecha, y mientras arrullando a otros,
los adormece en mal seguro sueño,
súbito asalto quiere dar al tuyo.
El golpe atroz, con que arruinó sañuda
tu pobre estado su furor no harta,
si de tu pecho desterrar no logra
la dulce paz que a la inocencia debe.
Tal es su condición, que no tolera
que a su despecho el hombre sea dichoso.
Así a tus ojos insidiosa ostenta
las fantasmas del bien, que va sembrando
sobre la senda del favor, y pugna
por arrancar de tu virtud los quicios.
Guay, no la atiendas; mira que robarte
quiere la dicha que en tu mano tienes.
No está en la suya, no; puede a su grado
venturosos hacer, mas no felices.
¿Lo extrañas? ¿Quieres, como el vulgo idiota,
de la felicidad y la fortuna
los nombres confundir, o por los vanos
bienes y gustos con que astuta brinda
el verdadero bien medir? ¡Oh engaño
de la humana razón! Di, ¿qué promete
digno de un ser, que a tan excelsa dicha
destinado nació? ¡Pesa sus dones
de tu razón en la balanza, y mira
cuánta es su liviandad! Hay quien, ardiendo
en pos de gloria y rumoroso nombre,
suda, se afana, despiadado, al precio
de sangre y fuego y destrucción le compra;
mas si la muerte con horrendo brazo
de un alto alcázar su pendón tremola,
se hincha su corazón, y hollando fiero
cadáveres de hermanos y enemigos,
un triunfo canta, que en secreto llora
su alma horrorizada. Altivo menos,
empero astuto más, otro suspira
por el inquieto y mal seguro mando,
y adula, y va solícito siguiendo
el aura del favor; su orgullo esconde
en vil adulación; sirve y se humilla
para ensalzarse; y a la cumbre toca,
irgue altanero la ceñuda frente,
y sueño y gozo interior sosiego
al esplendor del mando sacrifica;
mas mientra incierto en lo que goza teme,
a un giro instable de la rueda cae
precipitado en hondo y triste olvido.
Tal otro busca con afán estados,
oro y riquezas; tierras y tesoros,
¡ah! con sudor y lágrimas regados,
su sed no apagan. Junta, ahorra, ahúcha,
mas con sus bienes crece su deseo,
y cuanto más posee más anhela.
Así, la llave del arcón en mano,
pobre se juzga, y pues lo juzga, es pobre.
A otra ilusión consagra sus vigilias
aquel que huyendo de la luz y el lecho
de la esposa y amigos, la alta noche
en un garito o mísera zahúrda
con sus viles rivales pasa oculto.
Entre el temor fluctúa y la esperanza
su alma atormentada. Hele: ya expuso,
con mano incierta y pecho palpitante,
a la vuelta de un dado su fortuno.
Cayó la suerte; pero ¿qué le brinda?
¿Es buena? Su ansia y su zozobra crecen.
¿Aciaga? ¡Oh Dios!, le abruma y le despeña
en vida infame o despechada muerte.
¿Y es más feliz quien fascinado al brillo
de unos ojuelos arde y enloquece,
y vela, y ronda, y ruega, y desconfía,
y busca al precio de zozobra y penas
el rápido placer de un solo instante?
No le guía el amor, que en pecho impuro
entrar no puede su inocente llama.
Sólo le arrastra el apetito; ciego
se desboca en pos de él. Mas ¡ay!, que si abre
con llave de oro al fin el torpe quicio,
envuelta en su placer traga su muerte.
Pues mira a aquél, que abandonado al ocio,
ve vacías huir las raudas horas
sobre su inútil existencia. ¡Ah! lentas
las cree aún, y su incesante curso
precipitar quisiera; en qué gastarlas
no sabe, y entra, y sale, y se pasea,
fuma, charla, se aburre, torna, vuelve,
y huyendo siempre del afán, se afana.
Mas ya en el lecho está: cédele al sueño
la mitad de la vida, y aun le ruega
que la enojosa luz le robe. ¡Oh necio!
¿A la dulzura del descanso aspiras?
Búscala en el trabajo. Sí, en el ocio
siempre tu alma roerá el fastidio,
y hallará en tu reposo su tormento.
Mas ¿qué, si a Baco y Ceres entregado
y arrellanado ante su mesa, engulle
de uno al otro crepúscúlo, poniendo
en su vientre a su dios y a su fortuna?
La tierra y mar no bastan a su gula.
Lenguaraz y glotón, con otros tales
en francachelas y embriagueces pasa
sus vanos días, y entre obscenos brindis,
carcajadas y broma disoluta,
se harta sin tasa y sin pudor delira;
mas a fuerza de hartarse, embota y pierde
apetito y estómago. Ofendida
Naturaleza, insípidos le ofrece
los sabores que al pobre deliciosos.
En vano espera de una y otra India
estímulos, en vano pide al arte
salsas que ya su paladar rehúsa;
el ansia crece y el vigor se agota,
y así consunto en medio a la carrera,
antes su vida que su gula acaba.
¡Oh placeres amargos! ¡Oh locura
de aquel que los codicia, y humillado
ante un mentido numen los implora!
¡Oh, y cuál la diosa pérfida le burla!
Sonríele tal vez, empero nunca
de angustia exento o sinsabor le deja,
que a vueltas del placer le da fastidio,
y en pos del goce, saciedad y tedio.
Si le confía, luego un escarmiento
su mal prevista condición descubre.
Avara, nunca sus deseos llena;
voltaria, siempre en su favor vacila;
inconstante y cruel, aflige ahora
al que halagó poco ha, ahora derriba
al que ayer ensalzó, y ora del cieno
otro a las nubes encarama, sólo
por derribarle con mayor estruendo.
¿No ves, con todo, aquella inmensa turba,
que, rodeando de tropel su templo,
se avanza al aldabón, de incienso hediondo
para ofrecer al ídolo cargada?
¡Huye de ella, Bermudo! ¡No el contagio
toque a tu alma de tan vil ejemplo!
Huye, y en la virtud busca tu asilo,
que ella feliz te hará. No hay, no lo pienses,
dicha más pura que la dulce calma
que inspira al varón justo. Ella modesto
le hace en prosperidad, ledo y tranquilo
en sobria medianía, resignado
en pobreza y dolor. Y si bramando
el huracán de la implacable envidia,
le hunde en infortunio, ella piadosa
le acorre y salva, su alma revistiendo
de alta, noble y longánime constancia.
¡Y qué si hasta su premio alza la vista!
¿Hay algo, di, que a la esperanza iguale
de la inmortal corona que le atiende?
Mas te oigo preguntar: «Aqueste instinto,
que mi alma eleva a la verdad, esta ansia
de indagar y saber, ¿será culpable?
¿No podré hallar, siguiéndola, mi dicha?
¿Condenarásla?» No. ¿Quién se
atreviera,
quién, que su origen y su fin conozca?
Sabiduría y virtud son dos hermanas
descendidas del cielo para gloria
perfección del hombre. Le alejando
del vicio y del engaño, ellas le acercan
a la divinidad. Sí, mi Bermudo;
mas no las busques en la falsa senda
que a otros, astuta, muestra la fortuna.
¿Dónde pues? Corre al templo de Sofía,
y allí las hallarás. Ruégala... ¡Mira
cuál se sonríe! Instala, interpone
la intercesión de las amables musas,
y te la harán propicia. Pero guarte,
que si no cabe en su favor engaño,
cabe en el culto que le da insolente
el vano adorador. Nunca propicia
la ve quien, oro o fama demandando,
impuro incienso quema ante sus aras.
¿No ves a tantos como de ellas tornan
de orgullo llenos, de saber vacíos?
¡Ay del que, en vez de la verdad, iluso,
su sombra abraza! En la opinión fiado,
el buen sendero dejará, y sin guía
de razón ni virtud, tras las fantasmas
del error correrá precipitado.
¿El sabio entonces hallará la dicha
en las quimeras que sediento busca?
¡Ah!, no: tan sólo vanidad y engaño.
Mira en aquel, a quien la aurora encuentra
midiendo el cielo, y de los astros que huyen
las esplendentes órbitas. Insomne,
aun a la noche llama presurosa,
y acusa al astro que su afán retarda.
Vuelve, la obra portentosa admira,
sin ver la mano que la obró. Se eleva
sobre las lunas de Urano, y de un vuelo
desde la Nave a los Triones pasa.
Mas ¿qué siente después? Nada; calcula,
mide, y no ve que el cielo, obedeciendo
la voz del grande Autor, gira, y callado,
horas hurtando a su existencia ingrata,
a un desengaño súbito le acerca.
Otro, del cielo descuidado, lee
en el humilde polvo y le analiza.
Su microscopio empuña; ármale y cae
sobre un átomo vil. ¡Cuán necio triunfa,
si allí le ofrece el mágico instrumento
leve señal de movimiento y vida!
Su forma indaga, y demandando al vidro
lo que antevió su ilusa fantasía,
cede al engaño y da a la vil materia
la omnipotencia que al gran Ser rehúsa.
Así delira ingrato, mientras otro
pretende escudriñar la íntima esencia
de este sublime espíritu que le anima.
¡Oh cuál le anatomiza, y cual si fuese
un fluïdo sutil, su voz, su fuerza,
y sus funciones y su acción regula!
Mas ¿qué descubre? Sólo su flaqueza,
que es dado al ojo ver el alto cielo,
pero verse a sí, en sí, no le fue dado.
Con todo, osada su razón penetra
al caos tenebroso; le recorre
con paso titubeante, y desdeñando
la lumbre celestial, en los senderos
y laberintos del error se pierde.
Confuso así, mas no desengañado,
entre la duda y la opinión vacila.
Busca la luz, y sólo palpa sombras.
Medita, observa, estudia, y sólo alcanza
que cuanto más aprende, más ignora.
Materia, forma, espíritu, movimiento,
y estos instantes que incesantes huyen,
y del espacio el piélago sin fondo,
sin cielo y sin orillas: nada alcanza,
nada comprende. Ni su origen halla,
ni su término, y todo lo ve, absorto
de eternidad en el abismo hundirse.
Tal vez, saliendo de él más deslumbrado,
se arroja a alzar el temerario vuelo
hasta el trono de Dios, y presuntuoso,
con débil luz escudriñar pretende
lo que es inescrutable. Sondeando
de la divina esencia el golfo inmenso,
surca ciego por él. ¿Qué hará sin rumbo?
Dudas sin cuento en su ignorancia busca,
y las propone y las disputa, y piensa
que la ignorancia que excitarlas supo
resolverlas sabrá. ¿Viste, oh Bermudo,
intento más audaz? ¡Qué! ¡sin más
lumbre
que su razón, un átomo podría
incomprensible comprender? ¿Linderos
en lo inmenso encontrar? ¿Y en lo infinito,
principio, medio o fin? ¡Oh Ser eterno!
¿Has dado al hombre parte en tus consejos?
¿O en el santuario, a su razón cerrado,
le admites ya? ¿Tan alta es la tarea
que a su débil espíritu confiaste?
No, no es ésta, Bermudo. Conocerle
y adorarle en sus ubras, derretirse
en gratitud y amor por tantos bienes
como benigno en tu mansión derrama,
cantar su gloria y bendecir su nombre:
he aquí tu estudio, tu deber, tu empleo,
y de tu ser y tu razón la dicha.
Tal es, oh dulce amigo, la que el sabio
debe buscar, mientras los necios la huyen.
¿Saber pretendes? Franca está la senda:
perfecciona tu ser y serás sabio;
ilustra tu razón, para que se alce
a la verdad eterna, y purifica
tu corazón, para que la ame y siga.
Estúdiate a ti mismo, pero busca
la luz en tu Hacedor. Allí la fuente
de alta sabiduría, allí tu origen
verás escrito, allí el lugar que ocupas
en su obra magnífica, allí tu alto
destino, y la corona perdurable
de tu ser, sólo a la virtud guardada.
Sube, Bermudo, allí; busca en su seno
esta verdad, esta virtud, que eternas
de su saber y amor perenne manan;
que si las buscas fuera de él, tinieblas,
ignorancia y error hallarás sólo.
De este saber y amor lee un destello
en tantas criaturas como cantan
su omnipotencia, en la admirable escala
de perfección con que adornarlas supo,
en el orden que siguen, en las leyes
que las conservan y unen, y en los fines
de piedad y de amor que en todas brillan
y la bondad de su Hacedor pregonan.
Ésta tu ciencia sea, ésta tu gloria.
Serás sabio y feliz si eres virtuoso,
que la verdad y la virtud son una.
Sólo en su posesión está la dicha,
y ellas tan sólo dar a tu alma pueden
segura paz en tu conciencia pura,
en la moderación de tus deseos
libertad verdadera, y alegría
de obrar y hacer el bien en la dulzura.
Lo demás, viento, vanidad, miseria.
Gaspar Melchor de Jovellanos
Obras Completas. Tomo I. Edición de José Miguel Caso González. Centro de Estudios del siglo XVIII e Ilustre Ayuntamiento de Gijón. 1984