ROMANCE TERCERO
CONTRA FORNER
Ésta y no más, Numen mío,
ven a calentar mis versos,
que esta vez más que otra alguna
te han menester placentero;
ésta, y nunca más me inspira,
pues voy a cantar corriendo,
tan estupendas hazañas,
que nunca vieron los cielos
otras tales ni tan gordas,
desde el chino al chichimeco.
Ven, que si a mi ruego pronto
bajas esta vez, ofrezco
de consagrarte una pluma
entre ilustres arrapiezos,
girones y telarañas,
allá de Atocha en el templo,
do abierto un palmo de boca
la señalen con el dedo
in saecula saeculorum
los devotos madrileños.
No bien Polifemo el brujo
con su bálsamo hechicero
curado hubo las heridas
que en los pasados encuentros
le diera el fuerte Antioro,
cuando ¡qué buen escarmiento!,
vuelto a su disforme forma,
tan loco andaba y tan tieso
por esas calles de Dios,
cual pudiera un Gerineldos.
Otra estupenda batalla,
transformado en escudero,
riñó después con Antioro
por desagraviar el tuerto
que hiciera el bergante a un manco,
bien querido en todo el pueblo.
Hubo en ella horribles lances,
y aunque dudoso el suceso,
todavía le aguijaban
a buscar nuevos trofeos,
cuando hétele que a la plaza
salió un nuevo aventurero,
hombre avezado a las lides
y cual ninguno en esfuerzo.
Era este tal... Aquí, aquí,
numen mío, está el aprieto.
Vamos a pintarle al punto,
y quiera Dios se esté quedo.
Era de cuerpo muy flaco,
mas de espíritu muy recio;
duro y firme de mollera,
cual chinarro berroqueño,
y aunque en miembros alfeñique
¡ira de Dios! no hay celebro
que no magulle a los golpes
que da su brazo derecho.
Nacido allá en la Cosmosia,
junto a los quintos infiernos,
criárale una amazona
que le dio por madre el cielo,
no con leche ni papilla,
sino con hiel y veneno.
Ya crecido, fue el asombro
de los mozos de su tiempo:
siempre adusto y siempre solo,
campando por su respeto.
¡Qué corazón! Más bizarro
ni más duro no le hubieron
ni Ferragut ni Galafre,
ni don Roldán ni Oliveros.
Nunca fueron su solaz
juveniles pasatiempos,
que era el lidiar su descanso
y era el vencer su recreo.
Armado de fuertes armas,
que le labró un hechicero,
de su tierra andaba siempre
invulnerable y cubierto;
pero entre todas brillaba,
alto y bien guarnido, el yelmo
que le dio un dey cosmosiano
cuando le armó caballero.
Este y la diestra manopla
de muy bien templado acero
eran su salud, porque
tenía ¡raro portento!
toda su fuerza cifrada,
como el otro en los cabellos,
nuestro Sansón de Cosmosia
en el testuz y en los dedos,
con que la tajante espada
blandía a diestro y siniestro.
Con tal brío y tal defensa
salía de tiempo en tiempo
el paladín cosmosiano
solo a desfacer entuertos,
y ni en yermos ni en poblados,
ni aun en palacios ni templos,
ningún malandrín seguro,
se pudo hallar de sus retos.
Rindió en singular batalla
a aquel gigantón protervo,
que dos siglos ha en la Nescia
se alzara rey de los pueblos,
y de sus pingües provincias
le despojando, en un credo
hasta más allá de Calpe
llevó el cosmosiano imperio.
¡Válasme Dios, qué de brujos,
de adivinos, de hechiceros,
de astrólogos, de poetas,
a sus manos perecieron!
Aun dicen que el fuerte Antioro
anduvo rodando entre ellos,
pero convertido en odre
logró escapar del aprieto,
que le salvaba el dios Momo
para burla del Permeso.
Ni pudo huir de sus golpes
Tartufo, aquel caballero
que nacido en la Nigricia
se unió al bando de los nescios
y con el gran cosmosiano
tuvo tan duros encuentros.
¡Cuántas formas el bribón
no tomó, nuevo Proteo,
para vencer en batalla
a su contrario! Yo mesmo,
yo vi sus transformaciones
yo las vi, y aún no las creo.
Hétele vuelto en urraca,
cátale mudado en cuervo,
allí va con capa parda
y aquí en sayo ceniciento;
ya se le muestra ensañado,
y ya con rostro halaguero
le regala, le acaricia,
le enlabia con sus consejos,
para llevarle a las trampas
que le iba armando con queso.
Nada le valió; no importa,
que al que no es buen caballero
un cantazo por detrás,
y adelante con el cuento.
Digo, pues, que al tal Tartufo
tentó la ropa en mil duelos,
hasta que por fin un día
que lidiaron cuerpo a cuerpo,
descargó en él tal diluvio
de embestidas y de encuentros,
que a los ciento y veinte y tres
me le derrocó en el suelo,
y con la tajante espada
de par en par le abrió el pecho.
No sacaron mejor suerte
muchos que con él se hubieron
allí, pero fue entre todos
celebrado el escarmiento
de Tormentorio de Hispalia,
jayán tan vano y contento
de su poder, que aun rendido,
apaleado y casi muerto,
todavía cantó el triunfo
con bramidos tan horrendos,
que no hubo quien no le oyese
desde Estremoz a Murviedro.
De tales, de tan ruidosas
hazañas, de pueblo en pueblo
la siempre parlera fama
iba esparramando el eco.
Cantábanse al cosmosiano
himnos, trovas y sonetos,
puestos en solfa por uno
y tarareados por ciento.
Cuál ensalza su osadía,
cuál encarece su ingenio,
éste alaba su pujanza
y aquél el bizarro aliento
con que desprecia a los flacos
y hace cara a los soberbios.
«¡Qué fuera de ti, oh Redondo,
qué de vosotros sin cuento,
los que azuzáis por la espalda
y contra la ley del duelo
tiráis y escondéis la mano,
como malsines rateros!
Válgavos vuestra ruindad,
y válgavos el desprecio
que hacen de tan viles armas
los valientes caballeros».
Así cantaba un poeta,
que en tan bien sentido verso
solía apostillar las trovas
del Fraso de nuestros tiempos.
Tal era... Ya, numen mío,
tiempo es de volver al cuento;
dame por tu vida el hilo
que se perdió en el tintero.
Tal era y de tales mañas
el adalid que, cubierto
de sus armas, salió al campo
y lidió con Polifemo.
La causa de los rencores
de tan grandes caballeros
contaré, ya que he empezado
por uno y por otro huevo.
Pasárale por la chola
al cosmosiano en sus fieros
(que era gran retrahedor
y bocachón por extremo),
un día que estaba el pobre
con un humor como un perro,
que amén de su geniecillo
esto de andar por el pueblo
dando acá y allá porrazos,
asendereado y maltrecho,
no es lo mismo que estar siempre
bailando al son del pandero...
Pasárale por la chola,
como digo de mi cuento,
decir mal, o maldecir,
que al cabo al cabo es lo mesmo,
de los valientes campeones
que lidiaran cuerpo a cuerpo
con aquel ruin magancés,
Masolín el embustero
aquel pagano hiperbóreo,
que, descreído y protervo,
con mentiras y baldones
mancillar quiso el respeto
de la sin par doña Iberia,
el más preciado portento
de nobleza y cortesía
que jamás vio el Universo.
Dijo, pues, el cosmosiano
hablando por todos ellos;
dijo... ¡nunca tal dijera!,
que ni eran fuertes ni diestros,
cual convenía a campeones
de tal nombre y en tal duelo;
que eran viejos sus rocines;
que sin escudos ni yelmos
por el palenque anduvieran,
sin poder tocar al pelo
de la ropa al magancés;
que eran de muy ruin acero
sus espadas, y muy flojas
sus manoplas y aun sus dedos;
y por fin, vino a decir...,
dijo, en fin, y aquí fue ello,
que la tal dueña acuitada
no había en todo el su reino
quien de lavar su mancilla
fuese capaz... No hay remedio,
ya lo dijo. ¡Ira de Dios,
y la que se armó al momento!
¡Qué blasfemias, qué brabatas,
qué votos y qué reniegos,
ya dichos y ya mascados,
no produjo el tal denuesto!
Pero nadie más furioso
se mostró que Polifemo;
y es el caso que escondido
saliera también al cerco,
llamado de la nodriza
de Iberia, que oído el tuerto
de su ama, sábelo Dios,
tomó gran parte en su reto,
y llamando a la defensa
príncipes y caballeros,
ofreció su blanca mano
a quien la salvase en duelo.
Oyó, pues, los dicharachos
de Zonzorín, Polifemo;
oyólos, y no más listo
se armó el gallardo Oliveros,
cuando, aunque herido y doliente,
llegó a saber los denuestos
que contra Carlo y sus doce
refunfuñaba el tremendo
Fierabrás de Alenjandría,
que se arreó Polifemo
para la lid, y tomando
lanza y broquel, caló el yelmo,
y en demanda del bastardo
Zonzorín salió tan tieso.
Hallole que estaba entonces
asestando a un escudero,
a quien por mote llamaban
Bocacerrada en el pueblo,
el cual, viéndose con armas
y con razón, quiso atento
por tan ilustre princesa
quebrar dos lanzas; por cierto
que dio al bastardo once botes
tan firmes, que el uno de ellos,
resbalando a la manopla,
le hubo de quebrar los dedos.
Mas Zonzorín, nunca débil,
reparose, tomó aliento,
volvió a la carga, y tal
vez rematara al escudero
a no haber salido entonces
tan gran contrario a su encuentro.
Viéronse en fin. No se paran
allá en los campos del cielo
dos nubarrones, batidos
de dos encontrados vientos,
más terribles frente a frente
uno de otro, ni más fieros,
que frente a frente se paran
Zonzorín y Polifemo:
—Caballero, si lo sois,
dijo aquéste, pues no creo
que tanta descortesía
quepa en quien es caballero,
non fundedes vuestra gloria
en tan mezquinos trofeos,
que si de fama y renombre
andáis por caso sediento,
aquí estoy yo en quien podéis
buscar triunfos de más precio.
Dijo, y largando el bridón,
tal bote dio contra el yelmo
de Zonzorín que por poco
no se le derriba al suelo;
mas le abolló, por San Jorge,
y fuera el golpe tan recio,
que casi cien chapas de oro
le quitó del guarnimiento.
Gaspar Melchor de Jovellanos
Obras Completas. Tomo I. Edición de José Miguel Caso González. Centro de Estudios del siglo XVIII e Ilustre Ayuntamiento de Gijón. 1984