LA CARRETA
Entre dos picaneadas
viborea la hilacha musical de un silbido...
Y pasa dando tumbos la rústica carreta,
Trae bueyes manchados,
Y el carrero de siempre,
que es un poco compadre
y otro poco romántico;
usa tras de la oreja
un caliente clavel colorado;
monta un caballo lerdo y esgrime la picana
con soltura en el brazo;
esa brava picana con la que ha tiempo viene
—desde los horizontes naranjas o encarnados—
azuzando a los bueyes
y midiendo el largor de los pagos.
Y pasa dando tumbos la rústica carreta.
Un arroyo risueño
quiere atajarle el paso con su cinta celeste;
caen al agua las ruedas, y el arroyo que es bueno
—pagando bien por mal—
con su propia agua herida
le va colgando flecos.
Y más allá es un cerro
que la convida al ocio
mostrándole de lejos sus piedras de colores
que son como cristales
que le han sobrado al cielo.
Mas la carreta no repara en ello
porque lleva al costado
otra cosa más linda, otra cosa mejor:
la boca del carrero, viva y húmeda,
frunciéndose en silbido y abriéndose en canción.
Y el carrero entre canto y silbido
se da a soñar
y a fantasear.
La hora de la tarde,
un rancho,
una ventana
cuadriculando un rostro que se escondió fugaz...
Y entre las dos arrugas de su frente curtida
aquella ventanita es como un ojo más.
Mientras el hombre sueña las yuntas laboran
hundiendo la pezuña y agachando el testuz:
bajo la T mayúscula que hacen pértigo y yugo
parece que llevaran más que una T una cruz.
Prosigue envuelta en polvo la rústica carreta;
lleva un dolor de ejes como un dolor de huesos;
rueda tembleque y rota
de tanto dejar cargas al portal de los pueblos,
tal como esas mujeres viejas y enflaquecidas
de tanto dejar hilos
al portal de la vida.
Enfrente a una carreta me voy sintiendo niño.
A pesar de su facha claudicante y grotesca,
y su andar sin premuras, su andar de caracol,
tiene algo de alado y algo de tiempo antiguo,
y toda porque un buey se llama «golondrina»,
y porque otro buey se llama «picaflor».
Fernán Silva Valdés