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ANOTACIONES A LA POÉTICA
CANTO IV

10. ODA MORAL

La segunda clase de odas pertenece al género moral; porque tiene por objeto la alabanza de la virtud. Esto solo indica ya hasta qué punto se diferencie por su índole de la oda heroica: aunque igualmente noble, no ostenta sin embargo tanta osadía; el corazón toma en ella más parte, pero la imaginación no alza tan libre el vuelo: pudiera compararse la oda pindárica a un torrente, y la moral a un río.

De los poetas de la antigüedad Horacio es el dechado más perfecto en esta clase de composiciones, sin que haya existido hasta el día ninguno que le iguale: su oda a Licino en elogio de la medianía (x del lib. II), la dedicada a Gosfo sobre la quietud que proporciona refrenar las pasiones (xvi, ibid.) y otras varias de esta clase muestran el tono grave y majestuoso con que deben presentarse en la oda los preceptos morales, no con la frialdad y aridez de una lección, sino con el colorido y el fuego de la poesía. A veces se ve también a Horacio llenarse de una justa indignación y elevar su tono con vehemencia, como cuando declama contra el lujo o contra la corrupción de costumbres.

Aun más feliz que en otras imitaciones fue en este género Fr. Luis de León, de quien es la siguiente oda moral, en que se admira el tono que conviene a esta clase de composición:


    ¡Qué descansada vida
La del que huye el mundanal ruido,
Y sigue la escondida
Senda por donde han ido
Los pocos sabios que en el mundo han sido!
    Que no le enturbia el pecho
De los soberbios grandes el estado,
Ni del dorado lecho
Se admira fabricado
Del sabio Moro, en jaspe sustentado.
    No cura si la fama
Canta con voz su nombre pregonera;
Ni cura si encarama
La lengua lisonjera
Lo que condena la verdad sincera.
    ¿Qué presta a mi contento
Si soy del vano dedo señalado,
Si en busca de este viento
Ando desalentado
Con ansias vivas, con mortal cuidado?
    ¡Oh monte!; ¡oh fuente! ¡oh río!
¡Oh secreto seguro deleitoso!
Roto casi el navío,
A vuestro almo reposo
Huyo de aqueste mar tempestuoso.
    Un no rompido sueño,
Un día puro, alegre, libre quiero;
No quiero ver el ceño
Vanamente severo
De a quien la sangre ensalza o el dinero.
    Despiértenme las aves
Con su cantar sabroso no aprendido,
No los cuidados graves
De que es siempre seguido
El que al ajeno arbitrio está atenido.
    Vivir quiero conmigo,
Gozar quiero del bien que debo al cielo,
A solas sin testigo,
Libre de amor, de celo,
De odio, de esperanza, de recelo.
    Del monte en la ladera
Por mi mano plantado tengo un huerto,
Que con la primavera
De bella flor cubierto
Ya muestra en la esperanza el fruto cierto.
    Y como codiciosa
Por ver acrecentar su hermosura,
Desde la cumbre airosa
Una fontana pura
Hasta llegar corriendo se apresura:
    Y luego sosegada
El paso entre los árboles torciendo,
El suelo de pasada
De verdura vistiendo
Y con diversas flores va esparciendo.
    El aire el huerto orea,
Y ofrece mil olores al sentido;
Los árboles menea
Con un manso ruido,
Que del oro y del cetro pone olvido.
    Ténganse su tesoro
Los que de un falso leño se confian;
No es mío ver el lloro
De los que desconfían
Cuando el cierzo y el ábrego porfían.
    La combatida antena
Cruje, y en ciega noche el claro día
Se torna, al cielo suena
Confusa vocería,
Y la mar enriquecen a porfía.
    A mí una pobrecilla
Mesa, de amable paz bien abastada,
Me basta; y la vajilla
De fino oro labrada
Sea de quien la mar no teme airada.
    Y mientras miserable-
mente te están los otros abrasando
Con sed insaciable
Del peligroso mando,
Tendido yo a la sombra esté cantando:
    A la sombra tendido,
De yedra y lauro eterno coronado,
Puesto el atento oído
Al son dulce acordado
Del plectro sabiamente menejado.



Hay una oda de Francisco de la Torre en que se descubre el designio de imitar a Horacio, a la par de muchas bellezas poéticas:


    ¡Tirsis! ¡ah, Tirsis! vuelve y endereza
Tu navecilla contrastada y frágil
A la seguridad del puerto: mira
    Que se te cierra el cielo.
El frío Bóreas y el ardiente Noto,
Apoderados de la mar insana,
Anegaron agora en este piélago
    Una dichosa nave.
Clamó la gente mísera, y el cielo
Escondió los clamores y gemidos
Entre los rayos y espantosos truenos
    De su turbada cara.
¡Ay, que me dice tu animoso pecho
Que tus atrevimientos mal regidos
Te ordenan algún caso desastrado
    Al romper de tu oriente!
¿No ves, cuitado, que el hinchado Noto
Trae en sus remolinos polvorosos
Las imitadas mal seguras alas
    De un atrevido mozo?
¿No ves que la tormenta rigurosa
Viene del abrasado monte, donde
Yace muriendo vivo el temerario
    Éncélado y Tifeo?
Conoce, desdichado, tu fortuna
Y preven a tu mal; que la desdicha
Prevenida con tiempo no penetra
    Tanto como la súbita.
¡Ay, que te pierdes! Vuelve, Tirsis, vuelve;
Tierra, tierra, que brama tu navio,
Hecho prisión y cueva sonorosa
    De los hinchados vientos.
Allá se avenga el mar, allá se avengan
Los mal regidos súbditos del fiero
Eolo, con soberbios navegantes
    Que su furor desprecian.
Miremos la tormenta rigurosa
Desde la playa; que el airado cielo
Menos se encruelece de continuo
    Con quien se anima menos.



Rioja era digno de imitar a Horacio; y así lo hizo, manifestando como él su indignación contra la temeraria osadía del hombre, en su Oda a la riqueza;


¡Oh mal seguro bien! ¡oh cuidadosa
Riqueza, y cómo a sombra de alegría
Y de contento engañas!
El que vela en tu alcance y se desvía
Del pobre estado y la quietud dichosa,
Ocio y seguridad pretende en vano:
Pues tras el luengo errar de agua y montañas,
Cuando el metal precioso coja a mano,
No ha de ver sin cuidado abrir el día.
No sin causa los Dioses te escondieron
En las entrañas de la tierra dura:
¿Mas qué halló difícil y encubierto
La sedienta codicia?
Turbó la paz segura
Con que en la antigua selva florecieron
El abeto y el pino,
Y trájolos al puerto,
Y por campos de mar les dio camino.
Abriose el mar; y abriose
Altamente la tierra;
Y salisles del centro al aire claro,
Hija de la avaricia,
A hacer a los hombres cruda guerra, etc.



Entre los modernos se percibe en las poesías del maestro Fr. Diego González su afición a Horacio y a Fr. Luis de León, a quienes estudiaba de continuo, imitándolos a veces con felicidad; y por la misma época Meléndez nos ha dejado en una oda moral, dedicada cabalmente a dicho poeta, un buen ejemplar del tono que conviene a esta clase de composiciones:


ODA

De la verdadera paz.

    Delio, cuantos el cielo
Importunan con súplicas, bañando
Con lloro amargo el suelo,
Van dulce paz buscando,
y a Dios la están continuo demandando.
    Las manos extendidas
En su hogar pobre el labrador la implora;
Y entre las combatidas
Olas de la sonora
Mar la demanda el mercader que llora.
    ¿Por qué el feroz soldado,
Rompiendo el fuerte muro, a muerte dura
Pone su pecho osado?
¡Ay, Delio! así asegura
El ocio blando que la paz procura.
    Todos la paz desean,
Todos se afanan en buscarla..., etc.
    Porque no el verdadero
Descanso hallarse puede ni en el oro,
Ni en el rico granero,
Ni en el eco sonoro
Del bélico clarín, causa de lloro;
    Sino solo en la pura
Conciencia, de esperanzas y temores
Altamente segura,
Que ni bienes mayores
Anhela ni del aula los favores;
    Mas consigo contenta
En grata y no envidiada medianía,
A su deber atenta,
Solo en el Señor fía,
Y veces mil lo ensalza cada día.

autógrafo

Francisco Martínez de la Rosa


«Poética» (1843)

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