DISCURSO MORAL
SOBRE LA PAZ DEL ÁNIMO
¿Oyes ese rumor de ciega plebe,
Que inquieta hierve en pórticos y plazas,
Mientras la envidia, el odio y la calumnia
Para saciar la sed, sangre demandan?...
Del tribunal las puertas se estremecen,
Del tropel a las recias oleadas;
¡Y hasta en los mismos templos de los Dioses
Con ahullidos se invoca su venganza!...
En tanto reclinado sobre el lecho,
Reflejando en la faz la paz del alma,
A sus caros discípulos y amigos
Por la postrera vez Sócrates habla.
Uno en el manto la cabeza envuelve,
Para ocultar sus lágrimas amargas;
Mira otro al cielo y su injusticia acusa;
Y otro los ojos en la tierra clava.
Solo él tranquilo, plácido discurre;
La ingratitud perdona de su patria;
Y a sus fieles amigos aterrados
Consuela con dulcísimas palabras:
Mas allá del sepulcro ve un reflejo,
Que de su pecho alienta la esperanza.
Y con sereno rostro y labio puro
A la copa fatal la diestra alarga.
No son, Delio, los hierros más pesados
Los que ajena crueldad tal vez forjara;
Que libre el alma en la prisión respira,
Y al justo los suplicios no acobardan:
Las cadenas más graves y enojosas
Son las que el hombre con su mano labra,
Y esclavo de sus míseras pasiones
Con lento paso por el cieno arrastra.
Aquel mortal que aclama afortunado
El ciego vulgo en la soberbia estancia,
De mármoles bruñidos las paredes,
Los ricos muebles de luciente plata;
Tal vez envidia en la medrosa noche
El hondo sueño y la profunda calma
En que yacen sus siervos sumergidos,
Mientras a nuevo afán los llama el alba.
Sobre lecho de sándalo y de rosas,
En los brazos se mece de su amada
El muelle Sibarita: en sus oídos
Resuena el eco de lejana flauta;
Y en vaga nube aromas de Oriente
Al rededor los aires embalsaman...
Mas solloza infeliz: las mismas flores,
Si se doblan sus hojas, le maltratan;
Y al apurar la copa del deleite,
Prueba las heces en el fondo amargas.
¿Imaginas acaso más dichoso
Al que respira del favor el aura;
Y del poder alzándose a la cumbre
Una turba de esclavos ve a sus plantas?
¡Qué ciego error! como traidora sierpe,
Para encumbrarse el pérfido se arrastra;
Y hasta en el seno que le diera abrigo,
Asecha el corazón y el dardo clava:
Suspira, teme, gime, se estremece;
Su propia sombra cual rival le espanta;
Y hasta en los muros mismos del palacio
Su sentencia de muerte ve grabada.
¿Dónde presumes se encontró el modelo
De los rudos tormentos, penas, ansias,
Que del mortal la ardiente fantasía
En el profundo Tártaro soñara?...
La imagen de la tierra copió el hombre;
Y con pavor y asombro retratadas
Vio en vez de Furias las pasiones mismas
Que con eterno yugo le avasallan.
Este a colmar aspira con metales
Ancho tonel sin fondo; junto al agua,
De sed espira aquel; voraz envidia
Está royendo a esotro las entrañas;
Mientras con vano afán a la ardua cumbre
Los más conducen la pesada carga.
¡Cuán pocos, de su estado satisfechos,
Exentos de temor y de esperanza,
La paz del alma conservar procuran,
Cual sumo bien a que ninguno iguala!...
Solo en fácil y grata medianía
Disfruta el hombre dicha tan colmada,
Sin que el hado propicio le embriague,
Ni le rinda vilmente la desgracia:
En el lóbrego seno de honda mina,
De la tierra en las íntimas entrañas,
El esclavo infeliz alienta apenas,
Y su existencia, cual la luz, se apaga;
Mas si osado el mortal remonta el vuelo,
Y en leve globo por los aires vaga,
En la etérea región se desvanece,
La vista pierde, el respirar le falta.
Yo también, ¡ay de mí! débil juguete
Una vez y otra de la suerte varia,
Subí a las nubes y bajé al abismo,
Cual frágil nave en áspera borrasca;
Y al verme, Delio, solo y sin amparo,
Perdido el rumbo entre las ondas bravas,
La vista alzaba al cielo, y le pedía
Tranquilo puerto, venturosa calma.
Francisco Martínez de la Rosa