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LA BODA DE PORTICI

ESPOSO.
«Ven, cara Esposa, ven al nupcial lecho,
Por el Amor mullido
Para labrar su nido!
Présago el corazón late en mi pecho;
Tu dulce aliento aspiro;
Tu hermosa imagen veo;
Dudo, temo, deseo;
Ni aliento ni respiro;
Y trémulo de ardor y de esperanza,
Oigo el canto nupcial: ¡Ven, Himeneo!...
¿Quién en el mundo alcanza
Tan soberano bien? En dulces lazos
Mil veces, Laura mía,
Te estrecharé en mis brazos
Y gustaré en tus labios la ambrosía;
Me llamaré tu dueño;
Y guardaré tu sueño,
Reclinada la sien sobre las flores
Que yo mismo cogí con mil amores...
Mas ¡ay! que aun hora mismo el alma anubla
El triste pensamiento
Que enturbió en aquel punto mi contento.
En el verjel cercado,
De mi padre heredado,
Junto a un lecho de césped y de rosas,
Cual tú frescas y hermosas,
La boca descubrí de horrenda sima,
Que al vella pone grima;
Y el techo divisé de una morada
Bajo lava y escombros sepultada...
¡Quién sabe si otro tiempo
El dueño de este asilo
Vivió alegre y tranquilo.
De dulces bienes lleno,
De su esposa en el seno,
Y allí la muerte dura
Apagó con un soplo su ventura!...
Tal vez el infeliz la juzgó eterna,
Y eterna fe sincero prometía;
Y de su esposa tierna
Iguales juramentos recibía,
Cuando tembló la tierra
Que en sus entrañas al volcán encierra;
Corrió la lava ardiente,
Cual férvido torrente;
Y el lecho y el hogar y el pueblo junto
Despareció en un punto...
¿Mas por qué, Laura mía,
Con tan fúnebre imagen me atormento,
Cuando el alma no basta al sumo gozo
Que me espera en un hora, en un momento;
Cuando a mi lado estático te admire;
Y te estreche en mi seno palpitante,
Y en tu regazo de placer espire!»

POETA.
Enmudeció el Esposo; y más cercano
Suena el canto nupcial, poblando el viento
De júbilo y contento:
Un coro de doncellas,
Más que las Gracias bellas,
Por la espalda flotando el blanco velo,
Do flores y arrayán cubren el suelo;
Y con mano sostienen cariñosa
El paso incierto de la tierna Esposa.
Síguenla las matronas
Con ramos y coronas,
Premio de la virtud y la hermosura;
En tanto que una lágrima indiscreta
Muestra a la turba inquieta
De una madre el afán y la ternura.

CORO DE DONCELLAS.
Cual nieve cándida
Brilla a la aurora,
Si el sol la dora
Con su esplendor;
La virgen tímida
Mas pura brilla,
Si su mejilla
Tiñe el pudor.

CORO DE MATRONAS.
Con leve púrpura
Nace la rosa,
Crece medrosa,
De escaso olor;
La besa el céfiro,
Sus hojas riza,
Y la matiza
Tierno el amor.

POETA.
Mientras sonaba el alternado acento,
Sus alas plegó el viento;
La mar clara y serena
Dormíase en la arena;
Y luces de colores en guirnaldas
De los copados árboles pendían
Y al aire blandamente se mecían...
Amor la dulce calma y noche pura,
Amor tanta hermosura,
Amor el firmamento
Con estrellas sin cuento,
Amor el aura espira,
Y amor y solo amor todo respira.
Mas ya llega festiva
La turba alegre y viva;
Y un coro de zagalas y pastores
Mueve la leve planta entre las flores.

El galán se acerca,
Y a su amada cerca;
Ya tímido cede,
Duda y retrocede;
Ya nueva esperanza
Le anima, y avanza;
Mas luego se humilla,
Dobla la rodilla;
Y ablanda el desdén
De su dulce bien.

La linda zagala
Ostenta su gala,
Con posturas mil
Del cuerpo gentil;
Ora a dulces lazos
Brinda con sus brazos;
Ora se retira;
Ora en torno gira;
Tan rápido el pie
Que apenas se ve...

Mas el fino amante
La sigue constante;
Ni un punto sosiega,
La estrecha, le ruega;
Temores, deseos,
Dulces devaneos,
Y riñas fugaces,
Y treguas y paces,
Y grato favor
Muestra allí el amor...

Pero en tanto que crúzanse veloces
Los licenciosos brindis de Lieo,
Y el aire pueblan las alegres voces:
¡Ven, Himeneo, ven!... ¡ven, Himeneo!
Una zagala hermosa,
De su amante celosa,
Del concurso se aleja y torna acaso
La vista hacia el ocaso;
Del Vesuvio en la cima descubriendo
Negra columna que a los cielos sube,
Cual tenebrosa nube...
Se aterra, corre, grita;
Y al seno del festín se precipita.

Súbito cesa el canto:
Al júbilo, a la danza, a los amores,
Sucede negro espanto;
Como en radíente estío
Repentina tormenta
Inunda el campo y el ganado ahuyenta.
Entre la densa turba desaladas
Buscan las madres a sus tiernos hijos;
Grita la hermana en vano
El nombre del hermano;
Corre la esposa en brazos del esposo;
Y del tropel medroso
La fuga y los clamores
Redoblan de la noche los horrores.

«¿Dónde estás, Laura mía
(Frenético Lisardo repetía):
Ven a mi brazos, ven; y si la suerte
Nos condena a la muerte,
Un instante siquiera
En mi seno te estreche, y luego muera!»
Asi clamaba al cielo
Con triste desconsuelo,
Sin hallar rastro o huella
De la amada doncella,
Que pálida y sin vida
En la arena cayó desvanecida.

Al lado está su madre,
Sola su madre en la desierta orilla;
Y en su regazo a la infeliz sustenta,
Y de pavor no alienta;
Llora, solloza, gime,
Y tiernos besos en su frente imprime;
Mientras desciñe con sensible anhelo
Las mustias flores y el ajado velo.

Cual estatua de mármol reclinada
Sobre la tumba helada,
Así aparece Laura desde lejos,
De la pálida luna a los reflejos;
Cuando la ve su esposo,
Y vuela presuroso,
Y acude, acorre, llega,
Y a su dolor se entrega;
Siendo su pena tanta
Que se anudó su voz en la garganta.
Cien veces y otras cien la mano ardiente
Lleva a la yerta frente;
Se inclina al bello rostro, observa , mira
Si su amada respira;
Y en su ciego delirio casi toca
Los labios con su boca...
Mas en el punto mismo
Volvió Laura del largo parasismo;
A tiempo que la Aurora,
El pavoroso anuncio disipando,
Daba al mundo su luz consoladora.

autógrafo

Francisco Martínez de la Rosa


Francisco Martínez de la Rosa

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