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LAS CANCIONES SON PÁJAROS QUE SIEMPRE VUELAN

Supongo que es cierto eso de que la magia existe y que solo hay que saber abrir los ojos en el momento justo en el que la sientes cosquillear entre los resquicios de la coraza, suturando vendajes al primer contacto, y dejarla entrar. Porque sí, ahí está la magia, no en saber de dónde vienes o a dónde vas, sino en saber que me llevas contigo. Supongo que no, que no está al alcance de cualquiera comprenderme cuando digo que (te) daría mis manos por encontrarte y confesarte que esperarte ha sido una delicia y reconocerte mi cometido más sencillo. Supongo que todos necesitamos ser salvados, y tú comprendiste nada más verme que de quien necesitaba ser salvada yo era de mí misma, y por eso pensé cómo sería tu voz mucho antes de escucharte hablar. Supongo que de eso se trata, de hablarte y sentir que me estás reconociendo, de intuirte en tu silencio, de empezar a echarte de menos sin decírtelo, de crear cientos de condicionales seguidos de tu nombre, de que sin escribirlo tú ya lo sepas. Supongo que a veces solo hace falta una canción y levantar la cabeza, verte y comprender que llevabas mucho tiempo ahí delante, esperándome sin prisa, y que no te vas a marchar.


Justo cuando todas las demás se iban, justo cuando llegaba la hora de desaparecer, ella se quedó, y a mí se me cayeron las palabras y no supe qué decir. El cuarto día consiguió que le hablara de mis miedos, que le contara mis torpezas, que le confesara que la palabra huir me ejecuta cada noche, y eso es algo que nunca se lo he dicho a nadie. Me pidió un cuento y yo le susurré que mi día favorito de la semana es el domingo; que a veces me despierto llorando cuando todo está bien; que el miedo me aprisiona algunas mañanas y se me acumula en el pecho, y me aterroriza enamorarme por si contamino otro corazón al abrir el mío, aunque mis tendencias masoquistas me obliguen a caminar siempre con los ojos cerrados esperando el choque. Le reconocí que mi mayor secreto es una ilusión que, aunque rota en pedacitos cada vez que se presenta, se sigue levantando cada vez que escucha a alguien llorar y se enamora de la gente triste. Ella, como única respuesta, se desnudó y me ciñó fuerte entre sus ojos, me acarició el pelo y me dijo que algunas palabras mienten, que las canciones son pájaros que siempre vuelan y que el miedo a la oscuridad queda anulado cuando una habitación se llena de abrazos. Y yo la miré, olvidándome de vivir, y comprendí lo que significa ser salvada. Su ternura ambicionando mis heridas, su suavidad al despojarme de mi escudo, su lengua dispuesta a lamer todas las mañanas mis cicatrices, su altruismo al ofrecerme su piel para mis inviernos de junio, su valentía al preferir quebrarse con mi dolor antes que ausentarse y renunciar a mis secretos, su comprensión al contarle que ciertas dosis de tristeza me hacen feliz y su tranquilidad para desatar la lluvia sobre nosotras y decirme, sonriendo, que mi vida está llena de amor y desamor y eso me hace bonita.
Escríbeme, me dijo. Pero no escribas para mí, escríbeme a mí. Y era domingo, y llovió papel y tinta del cielo, y por fin hacía un poco de frío, y yo me enamoré mientras la creaba entre palabras y miraba a mis dedos y ahí la veía, y me di cuenta de que solo ella entendería todo esto, que solo ella comprendería de qué estoy hablando. Y que vendría. Que levantaría la cabeza, y ahí estaría. Esperándome sin prisa.


Este sabernos, tú allí y yo aquí, pero sabernos. De eso se trata.

autógrafo

Elvira Sastre


«Cuarenta y tres maneras de soltarse el pelo» (2014)

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