LA ACACIA
Después de tantos años, vuelvo a verte,
cuando ya no esperaba que mis manos
acariciaran otra vez tu viejo tronco, en el que el tiempo
fue dejando las oscuras señales que dan fe de su paso
y ennoblecen la esbeltez de tu serena decadencia.
Hoy quiero estar contigo, al igual que en los días de la infancia
o del desasosiego adolescente. Porque nunca he olvidado
todo lo que te debo, ni la dicha tan pura que me diste
en aquel paraíso que fue mío
y que retorna intacto en ocasiones.
Siempre estabas aquí, junto a la puerta
de la casa de campo inabarcable y blanca
que mis abuelos construyeron en medio de las tierras
del patrimonio familiar, y aguardabas paciente
nuestro regreso, cuando en los meses estivales
el calor nos hacía salir de la ciudad
y volver a tu lado buscando el aire fresco
y la agreste quietud de estos lugares.
Desde el viejo automóvil que avanzaba despacio,
envuelto en nubes de polvo, por los difíciles caminos
te descubrimos a lo lejos, mucho antes
de que por fin el largo viaje concluyera.
Y mi corazón se alegraba al divisar,
en medio de los campos agobiados por el calor del mediodía,
el verdor de tu copa sobre el fondo blanquísimo de la casa encalada.
Cuánto jugué de niño junto a ti,
con mi hermana y mi hermano y con los hijos
de las gentes humildes que dejaron su vida
en esta soledad. Sin apenas descanso, infatigables,
cerca de ti corríamos de una parte a otra, afanándonos
en mil pequeñas cosas que se nos ocurrían
para hacer nuestro el mundo. Los días no acababan
y ni una sola nube oscureció esa dicha que ahora vuelve
con una luz muy viva a este poema.
Mucho después, de pronto, en los años difíciles
de la temible adolescencia, supe ver tu hermosura.
Y mis ojos miraron de otro modo
tus delicadas ramas y el temblor de tus hojas.
En la ventana de mi habitación
pasaba largos ratos observándote,
y poco a poco luego,
lentamente,
iba escribiendo en un papel muy blanco
las líneas inseguras de mis primeros versos.
A la hora en que la tarde comenzaba
a estar casi vencida, junto a ti, haciendo corro, las mujeres
se sentaban. Con placidez charlaban y cosían,
y nos veían crecer, y eran felices.
(Aún, al cerrar los ojos, contemplo allí a mi madre,
tan hermosa y tan joven en los tiempos aquellos,
sentada en el sillón de mimbre en que solía
descansar de las domésticas tareas;
y todavía oigo su risa, escucho sus palabras).
Más tarde, en los umbrales de la noche,
regresaban del campo los hombres, a lomos de sus mulas,
extenuados por las agotadoras faenas en las que se ocupaban
desde el alba al crepúsculo.
Y se acercaban sonriendo
a las mujeres. Bebían agua fresca en los botijos,
liaban sus cigarros, y gastaban bromas.
A esas horas, también, con frecuencia se oían,
en el silencio cárdeno de los atardeceres,
los gritos del pastor y las esquilas taciturnas
del ganado que ya se recogía.
Iba creciendo
la oscuridad. Y algún perro ladraba.
En noches como ésta, cuando todos
estaban entregados con mucha paz al sueño
y sólo se escuchaba el canto de los grillos,
yo te vi, vieja acacia, bajo la luna, y eras
un árbol refulgente de plata ensimismada
que dulcemente meditaba a solas.
También he visto en las amanecidas
el temblor del rocío sobre el verde reciente
de tu copa habitada, pues al primer albor,
a veces, me sacaba de las brumas del cueño
la algarabía de tus gorriones.
Y te vi con el viento enredado en tus ramas,
y en las súbitas luces del relámpago,
bajo las gruesas gotas de la lluvia estival.
Y siempre, en los rigores de la siesta,
me acompañó tu sombra, mientras leía un libro
o miraba los campos, la viña, los trabajos
del sol y los quehaceres de los hombres,
que aventaban los trigos en la era
o trillaban las mieses y cantaban canciones
sin que el calor los arredrara; a la vez que en las encinas
las ruidosas cigarras que enardecen
la furia del verano se vanagloriaban
de su vivir ocioso.
Son tantas las imágenes
que al contemplarte en esta noche acuden
a mi memoria, y es tanta la alegría
de estar aquí, contigo, después de todos estos
años en que he vivido sin ti, sin la ventura
de tu fiel cercanía, que hoy parece
de nuevo todo igual, y como entonces
soy sencillo y dichoso, aunque no en vano
haya pasado el tiempo y ahora estemos
tan cambiados los dos, acacia recobrada,
el más hermoso y mío de los árboles.
Eloy Sánchez Rosillo